La tristeza en Transmilenio
Opinión

La tristeza en Transmilenio

Recomiendo viajar en Transmilenio cuando se está triste. El ejercicio es simple: ante un dolor asfixiante, tome un bus y note, viendo a los demás, que jamás será el más desdichado

Por:
diciembre 29, 2019
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Apretaba con su mano el forro de una sombrilla marrón; con la otra, retenía su cartera de poliéster como si fuera lo último que le quedara. Su boca temblaba produciendo una mueca de desagrado, mientras su mirada se quedaba detenida en un horizonte interrumpido por el estremecido movimiento del alargado bus rojo. La joven mujer, de mirada gacha y esquiva, se preparaba para no desfallecer ante el patíbulo de la vergüenza. Nos dijo -a su desinteresada y afanosa audiencia- que era su primera vez -y por primera vez lo creí-. Su voz languidecía tras cada sílaba: nadie parecía prestarle atención hasta que su insoportable incomodidad se hizo más que evidente; y como una plaga voraz, nos invadió. Habló de sus estudios universitarios, a punto de finalizar, suspendidos por la falta de trabajo y oportunidades. Su acento capitalino de voz liviana e inmadura, retorcía -hasta estrangular- el retrato frecuente que se tiene de los mendigos. Parecía “uno de nosotros”. Sus manos, me fijé, revelaban una vida que -hasta ese mañana- había permanecido intocada. Al menos, eso imaginé. Conmovido, busqué en mi bolsillo y di con un billete de baja denominación. Al pasar a mi lado, le extendí la mano para entregárselo; me agradeció con un breve movimiento de su cabeza. Como si ya no importara.  (Nada importa en el arrepentimiento). Antes de que el bus abandonara la estación, la vi alejarse entre una muchedumbre de tristezas, regocijos, incertidumbres y asombros. Una muchedumbre humana.

Cualquier sistema público de transporte, de cualquier ciudad, es su más activo y versátil escenario emocional. Por supuesto, Transmilenio -con sus perversidades y virtudes- no es la excepción. Todo lo contrario, basta con mirar alrededor en los buses y estaciones, para notar, que día a día, Bogotá es recorrida -de cabo a rabo- por sentimientos -más que por personas- que con frecuencia chocan y pelean o, de forma repentina -y natural- coinciden. La mayoría de las veces, estos sentimientos -opacados por la mutua indiferencia- pasan desapercibidos entre el ruido y frenesí reinantes. Cada bus es un hábitat de cientos de historias y desenlaces, todas urgentes, exuberantes e íntimas. Transmilenio es una bella metáfora de lo que es la vida: un recorrido común e incierto.

Desde hace un tiempo, en parte como terapia, en parte como entretención, me detengo lo suficiente -al viajar en Transmilenio- en las personas. Reparo en ellas y trato de repararme. Invento sus historias, anticipo sus futuros y adivino sus quereres. Funciona con frecuencia. Al auscultar sus miradas y tratar de interpretar sus silencios, me aproximo a mí mismo. Sobre todo cuando estoy triste. La tristeza, ese derecho universal que debe ejercerse con valentía y entereza, sin que medien posibles alivios o broten esbeltas esperanzas.

 

 

Un bus, un metro, un tren, o un avión, son los nuevos recintos espirituales.
Las nuevas iglesias y liturgias que millones y millones,
en ritos gregarios, visitan, comparten y comulgan

 

 

En efecto, Transmilenio, es un sistema de emociones en movimiento: de gente que sintió no poder pero continuó; de victorias que no se creyeron impostoras, de penas y alegrías sometidas a fuerzas centrífugas; de lutos y amores arruinados. No obstante, no es solo eso: un bus, un metro, un tren, o un avión, son los nuevos recintos espirituales del hombre. Las nuevas iglesias y liturgias que millones y millones, en ritos gregarios, visitan, comparten y comulgan. Sin saberlo. Como hordas ingresamos al oficio, y entre murmullos, entramos en trance y buscamos, atravesados por cierto misticismo, la respuesta a preguntas inasibles y verdades que se revelan -y parten- a la velocidad de un rayo.

Por eso recomiendo viajar en Transmilenio cuando se está triste. Hace bien. El ejercicio es bastante simple: ante un dolor hondo y asfixiante, tome un bus y note, al ver a los demás, que jamás será la persona más desdichada - ya sea por origen, defecto o invención- del recinto. Al ver a los otros sentados, o de pie, la vida cobra una nueva perspectiva y por efecto se amplifica ante la irrefutable realidad que enuncia que todos, sin excepción, pasamos por las mismas cosas, sentimos lo mismo, somos lo mismo. Incomodarse, entre el atropello y el empujón, suele servir de recordatorio de lo lejos que ahora estamos y de cómo a fuerza de hacernos extraños, hemos olvidado al otro y por eso dejamos de cooperar. El soplo de vida verdadero: la cooperación . Por supuesto que queda mucho por mejorar en Transmilenio (todos lo hablamos y lo sabemos), pero eso no implica que al final del día, montarse un bus no sea de las pocas oportunidades que tenemos para volver a estar juntos y saber que por más que tratemos de probarlo, nadie es el centro definitivo del mundo.

@CamiloFidel

Publicada originalmente el 5 de mayo de 2019

 

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