El frío arrecia en estos días de julio en toda la sabana de Bogotá. Para quienes tienen que despedir a los suyos puede calar hasta los huesos. La lluvia es una cortina que nunca se corre y, el único consuelo que puede tener alguno de los familiares de los fallecidos, es la lectura de la liturgia por parte de un diácono, embolsado en un traje de plástico, y la melodía de un violín, lánguida, cautivadora y depresiva.
En el Cementerio Matatigres, al Sur de Bogotá, los entierros son intensos, van en aumento y la brevedad es efímera. Un panorama en el que los acompañantes del difunto se baten entre la indiferencia de la caótica avenida y las impenetrables puertas del cementerio, a las que sólo acceden los cuerpos inertes encapsulados dentro de las carrozas fúnebres.