Ocho letras que te sitúan en la vida con la feroz economía de lo verdadero. Perdiste. No te tocó a vos pisar el césped, ni lucir esa camiseta que tanto querés, ni saltar a cabecear en ningún tiro de esquina.
Pero perdiste.
Y es posible que esta mañana haya resultado una mañana de sol y aire templado, una mañana de ocio y de seres queridos, una de esas mañanas que los publicistas sueñan para sus propagandas de café y de yogur descremado. Peor todavía, si esta mañana es una de esas mañanas. Si en cambio hubiese amanecido gris, con viento, con bruma, con agua, tendrías la posibilidad de encontrar alguna mentira meteorológica detrás de la cual protegerte. Pero dudo de que sea una mañana lluviosa. No tengo una razón científica ni la menor idea del porqué, pero casi siempre, cuando perdiste, el día siguiente parece una postal, una maldita postal del buen tiempo y de la dicha de vivir.
Y entonces no tendrás más remedio que sentirte ingrato, loco o estúpido. O mejor, vas a sentirte las tres cosas al mismo tiempo. Y vas a tener razón. Por eso no vas a permanecer callado. Cuando te pregunten, si es que alguien te pregunta –porque también puede ocurrir que, con semejante mañana, con semejante sol, con semejante asado por venir, a nadie se le ocurra detenerse lo suficiente en tu cara de “estoy pero no estoy, quiero pero no quiero”–, vas a decir que no, que nada, que cómo se te ocurre. Que estás bien, que simplemente estás con sueño, que no dormiste bien… Eso, será que no dormiste bien y estás con sueño.
Bueno, pensándolo bien, puede ser que sea verdad eso de que estás con sueño. Puede que hayas demorado un montón en dormirte. Que hayas dado mil vueltas en la cama buscando una posición en la cual relajarte y dejarte ir. Que te hayas quedado quieto, al final, para no despertar a tu mujer o de puro aburrido. O que te hayas despertado en algún momento de la noche. Eso pasa, también, cuando perdiste. Que te hayas levantado al baño con la idea de volver enseguida a dormir. Que hayas dado los diez, los quince pasos subrepticios hasta el baño a oscuras, a tientas, con los ojos cerrados para no espantar al sueño. Pero sucedió. En algún momento sucedió. De ida o de vuelta se te cruzó una imagen cualquiera. No hace falta que haya sido el gol de ellos. No. Cualquier otro mínimo vestigio de la noche del partido. Con eso alcanza. Puede ser la camiseta gastada que tenía puesta el tipo que tenías parado a la izquierda y que te hizo pensar que vos no, que vos no te pondrías esa camiseta con el nombre de ese jugador debajo del número. O un cartel publicitario que viste por la ventanilla del colectivo, a la vuelta. Un cartel de telefonía celular, era. O de un candidato a gobernador. No estás seguro. Pero vienen el cartel o la camiseta y se quedan con vos. Vuelven a la cama con vos. Con vos y con la derrota. Porque mañana, y pasado, y pasado pasado mañana, se te van a cruzar esas imágenes que son caóticas y son cambiantes pero que te llevan todas al mismito lugar: a que perdiste.
Fuiste hasta el baño adormecido, pero ahora volvés a la cama despabilado y triste. Porque perdiste. No sirve para nada pero repasás una vez y otra vez lo que pasó esta noche. No sólo las jugadas. Aunque también, pero no sólo las jugadas. Repasás lo que pensaste, lo que sentiste. Repasás hasta los cantitos de la hinchada. El estallido de júbilo cuando arrancaron ganando. Porque eso pasa, también. Que perdiste, pero arrancaste ganando, y recién después perdiste. Y te acordás de cómo lo gritaste, de cómo te sentiste, de cómo te pusiste a calcular a cuántos puntos te ibas con estos tres, a quiénes alcanzabas, a quiénes dejabas atrás…
Pero perdiste. Y a lo mejor en plena noche te ponés a rumiar este asunto de las conjugaciones verbales y otros devaneos gramaticales. Perdiste. Vos. Segunda persona del singular. Vos perdiste. Y vos sabés que sos vos, el que perdiste. Si ahora viniera cualquiera a intentar disuadirte de ese pensamiento, vos no lo permitirías. Hasta te enojarías si alguien te dijese “Quedate tranquilo, que fueron ellos, los que perdieron. Vos no. Vos no fuiste”. Te enojarías. Es un alivio que no querés, que no te sirve, que te hace sentir peor, como una tentación de hacerte a un lado cuando vienen degollando. Vos no querés hacerte a un costado. Vos no querés arreglarlo de ese modo. Vos sabés que ese no es el modo. Vos sabés cuál es el modo. Ganar. Que ganes. Vos. Otra vez esa dichosa segunda persona del singular. Pero es así. Vos perdiste. Vos querés ganar. De manera que muchas gracias, querida, si es tu mujer la que te lo sugiere. Muchas gracias, querido amigo. Muchas gracias, mamá; muchas gracias, papá; muchas gracias, hermanito. Pero no es el caso, insistís.
Porque perdiste. Vos perdiste. Vos, que después del gol “tuyo” (mirá qué estúpido ese adjetivo posesivo, como si lo hubieras hecho vos, el gol) te abrazaste con tres o cuatro y gritaste y calculaste que con estos tres puntos… Vos, que viste desde ese lugar de mierda que te tocó en la popular –porque llegaste tarde– cómo el once de ellos picaba solo, a la espalda del central tuyo que venía mirando la jugada en lugar de mirar su espalda, que es lo que tendría que haber hecho. Vos lo viste, desde ese sitio de porquería en el que te abriste lugar a los codazos, y el estúpido del defensor no lo vio, y el arquero no fue capaz de gritarle y te la mandaron guardar y fue el empate.
Y ahí, en medio de tu insomnio y tu amargura, te vas a acordar de ese gol con una exquisita precisión sin otro sentido que hacerte daño. Vas a proyectarte esa imagen una vez, y otra vez, y otra más, como si en alguna de esas repeticiones el defensor y el arquero hicieran lo que
tenían que hacer en lugar de lo que hicieron. Pero no vas a engañarte. No. No vas a mentirte, en la cuarta o en la quinta, que el defensor cierra como debe sobre la espalda del delantero. Ni que el arquero grita y ordena para evitar el desastre a tiempo. No vas a cambiar el pasado porque sabés que no cambia. Perdiste.
Tal vez te preguntes, quieto en la cama y con los ojos abiertos en la oscuridad, qué estarán haciendo los jugadores en este momento. Ahora, que son las cuatro de la mañana y ya pasaron cinco, no, seis horas desde que terminó el partido. Tal vez seas de esos que se enojan cuando los jugadores salen a un bolilche después de una derrota. De esos que se indignan porque los tipos, que no fueron capaces de ganar, tampoco son capaces de compartir tu bronca y tu tristeza. O tal vez seas de esos otros que no, que no se preocupan por lo que hagan los jugadores después de que el micro los deja en la concentración para que recojan sus cosas. Esos que prefieren pensar que, al fin y al cabo, los jugadores son sujetos periféricos en esta derrota. Porque ellos pasan y vos quedás. Vos seguís. Por eso, porque vos seguís, sos el que perdiste.
Y la mejor pauta de que vos perdiste (vos, no ellos, o vos mucho más que ellos) es que cuando amanezca y tengas que enfrentar la mañana vas a estar solo. Solo, con tu derrota a cuestas. Solo frente a los que tengan ganas de burlarse de vos, porque perdiste. Acá también hay bandos, facciones, diferencias. Podés ser del bando de los que se burlan de los rivales cuando son ellos los que pierden. Y sus burlas, esta mañana, no serán más que una justa retribución por tus pretéritas crueldades. Y puede que no. Que seas de esos tipos que prefieren atender a su equipo sin meterse con la vida ni la suerte de los otros. Dará igual. Van a burlarse. Y vas a estar solo. Y seas de los burlones o de los prudentes, ni se te cruzará por la cabeza decir “No, señor, yo no perdí. Fueron ellos”. No vas a hacerlo. Te aguantarás y punto. Porque perdiste.
Y te acordarás de la noche, del momento más difícil de la noche, que no fue cuando ellos metieron el segundo gol, ni cuando el imbécil del árbitro los dejó hacer todo el tiempo que quisieron, ni cuando terminó el partido y tus jugadores se juntaron en el medio y saludaron sin ganas (y tal vez sin derecho a alzar los brazos), ni cuando se retiraron entre algunos que aplaudían y otros que chiflaban. Ninguno de esos fue el momento más difícil. Y no lo fue porque en todos esos momentos todavía no estabas solo. Estabas con un montón de gente que sentía tu misma tristeza. Así bajaste los escalones sucios. Así te amuchaste en las calles angostas. Pero después, a medida que te alejabas hacia el auto, la estación, o la parada, la gente empezó a ralear y las camisetas a separarse. Y llegó un momento en que sí, definitivamente, te quedaste solo.
Fue entonces cuando cualquier posible “perdimos” dejó lugar al “perdiste”. Vos. Vos en el colectivo y el cartel. Vos en el auto escuchando esa transmisión partidaria en la que echaban pestes contra la Comisión, el técnico y el marcador de punta.
Ahora, mientras das vueltas en la cama, o mañana, mientras el sol sale y el mundo sigue y en una de esas te convidan un mate y una sonrisa, vas a sentir que en una de esas estás desperdiciando tu vida. Porque nunca más va a ser hoy. Y este hoy lo estás dilapidando porque estás triste, porque no podés dejar de recordar ese pelotazo a espaldas del central, porque en un momento tenías tres puntos y al final no tenés nada.
Porque perdiste.
Tal vez hasta te preguntes si no es posible que sea más grande la tristeza que te gobierna cuando perdés que la alegría que te asalta cuando ganás. Y si eso es cierto, estás haciendo un pésimo negocio. Con tu club, con el fútbol, con tu vida.
Si me trasladás el interrogante a mí, te aconsejaría que no te metas hoy, nada menos que hoy, en semejantes honduras. No tenés el equilibrio emocional necesario para pensar las cosas y sacar conclusiones más o menos coherentes.
Estás sin ganas. Ni de mate, ni de charla, ni de asado, ni de sol. No importa que tengas una familia que te quiere, un trabajo que les da de comer, una salud que te permite pensar que todo marcha como debiera. No importa, o al menos no te alcanza.
Porque perdiste.
Así de simple.