Desde que el grupo Gilinski se hizo a todas las acciones de Semana —hasta hace uno años la mejor publicación nacional—, un manto de duda gira en torno a la verdadera independencia que debe tener la buena prensa. Era sabido que este conglomerado económico, teniendo a un miembro familiar en el gobierno actual —Isaac Gilinski—, iba a cambiar la línea editorial de la revista que la familia López refundó en 1982. Así que se hace comprensible que hoy, cuando los poderosos necesitan dominar la opinión de los incautos, se una al propósito desinformador y polarizador de las toldas uribistas. Lo que uno no se imaginaba, o al menos no lo visualizaba en tampoco poco tiempo, es que realmente todos los medios impresos del país se encuentran arrodillados al poder.
Realmente, porque las cosas hay reconocerlas, la prensa colombiana siempre ha sido gobiernista. Sin embargo, en medio de su acomodado encubrimiento había espacio para la crítica, se podía cuestionar sin que se condicionara la pluma del periodista. Hoy todo ha cambiado: se debe escribir simplemente para apoyar y ocultar lo que antes se podía revelar. Los medios impresos ya no les pertenecen a las familias que los fundaron, siendo sus nuevos dueños grandes empresarios que sacan ventaja de gobiernos corruptos como este. Ante este panorama, bastante desolador, la independencia periodística se ve menoscabada por un sometimiento interesado.
E mi opinión, El Tiempo, el periódico que durante décadas perteneció a los Santos, es una de las agencias publicitarias del uribismo, porque su dueño, Sarmiento Angulo, así lo ha decidido para aprovecharse de los bolsillos de los colombianos; el Espectador, el periódico que perteneció a Fidel Cano, aunque lo presida uno de los miembros de la familia fundadora, cuenta con el influjo económico del grupo Santo Domingo e igualmente se hará aliado de cualquier gobierno de derecha que se asome el día de mañana; la revista Semana, como se ha dicho, representa la muestra más fiel del encubrimiento periodístico, una desfachatez que sus columnistas más encumbrados no toleraron al renunciar, dejando a su paso un legado que los periodistas que llegaron —Vicky Dávila, Salud Hernández y Luis Carlos Vélez— hoy despedazan con las mentiras que escriben.
Así está la prensa colombiana: sometida al arbitrio de las familias que nos dominan cada día. Pero ante tan triste realidad, y como un regalo de las nuevas tecnologías, por suerte abundan las publicaciones digitales que cuestionan al gobierno de turno, que no les da miedo informar y proponer un debate en el que reine la verdadera crítica. Claro está, que no cuentan con el apoyo financiero de los grandes medios impresos, pero aun así se las arreglan para sobrevivir y se han ganado un espació entre los lectores que no tragan entero. A través de ellas, como una panacea ante la mentira, se rescata la honra de un oficio que debe informar y vigilar, aunque le duela a más de uno, a los que quieren que este pueblo bananero no despierte nunca de su anacrónico letargo.