Cada vez que sonaba un disparo en su barrio en Necoclí, el niño Juan Guillermo Cuadrado salía corriendo a meterse debajo de la cama. Esa es tal vez lo único que recuerda de su padre, veinticuatro años después, uno de los volantes más temidos de Europa. En 1992 el Urabá Antioqueño era un polvorín disputado por la guerrilla de las Farc y los Grupos de Autodefensa, muchos de ellos pagados por bananeras extranjeras. Los sindicatos y los trabajadores eran los objetivos principales de esos escuadrones de la muerte. Un día de junio el pequeño volvió a escuchar el zumbido de las balas. Corrió hasta la cama, se metió debajo y esperó. El llanto de su madre, Marcela Bello, lo hizo salir del escondite. Caminó hasta la puerta y entonces vio a Guillermo Cuadrado tendido en el piso. A su alrededor las cajas de gaseosas que el repartía en un camión de Hipinto, se regaban en el suelo polvoriento confundiéndose con la sangre. Juan Guillermo tenía sólo cuatro años.
El único consuelo que le quedó a Cuadrado fue el fútbol. Desde que era un bebé Juan Guillermo le pegaba a todo: a las piedras del camino, a las plantas, a los otros niños y, sobre todo, a un balón. Aprendió a caminar solo para emprender la carrera que lo llevaba a patear la pelota. Era un don que había que pulir. Marcela escuchó las voces de ex jugadores y entrenadores del pueblo que le juraban que el niño, con la debida preparación sería un prodigio. Lo matriculó en la escuela de fútbol Mingo de Necoclí. Para pagar los ocho mil pesos mensuales que costaba la academia, se fue a Apartadó a lavar y empacar bananos. Las manos muchas veces se le volvían dos yagas rojas llenas de ampollas, sangre y dolor.
En Necoclí Juan Guillermo quedó con sus tíos y los fines de semana recibía con los brazos abiertos a su mamá. María Bello estaba sola pero era berraca. Nada la amilanaba. Los fines de semana que pasaba en Necoclí los usaba para terminar el bachillerato en la nocturna. Con la camisa llena de tierra y cansado de tanto hacer goles, el pequeño Juan Guillermo acompañaba a su mamá a la clase quedándose dormido en una improvisada cama que armaba con tres pupitres. Los compañeros de clase de la mamá velaban el sueño del niño.
A los trece años Cuadrado era indetenible en las canchas pero tenía un problema: apenas medía un metro treinta. Varios veedores constataron su clase. Incluso llegaron a Apartadó emisarios del River Plate de Argentina que querían llevárselo pero era enclenque, casi un enano. Ahora jugaba en el Mancheser City de Apartadó. Era tan inquieto, tan cansón, que le pegaba a todo. Un día, por cansón, se rompió los tendones de Aquiles. Una lesión grave. Ahí se dio cuenta que sus piernas ya no le pertenecían, que si quería ser un jugador profesional, sacar de la pobreza a su familia a punta de goles, de gambetas, tenía que ser responsable. Se recuperó y fue el mejor.
El ex futbolista Nelson Gallego fue el primero en creer en él. Lo llevó con 15 años al Deportivo Independiente Medellín. Le dieron hormonas y aunque seguía siendo flaco creció y se volvió un niño normal. Le bastaron dos temporadas para ser uno de los mejores laterales del país. A los 22 años ya jugaba en Italia y le pagaban lo suficiente como para llevarse a Marcela Bello a Udine, su primer hogar en Europa. Marcela nunca jamás volvió a trabajar y Juan Guillermo vela para que nada le falte, para que viva como una reina. Es su forma de decirle que la ama, que le agradece el haberlo sacado adelante después de que esas balas perdidas de un tiroteo le hubieran quitado a su padre, el hombre que le enseñó a correr y a esconderse si quería salvar su vida. El hombre que le enseñó a patear balones de fútbol.