La triste historia de nuestros viejos

La triste historia de nuestros viejos

García Márquez la hizo literatura

Por: David Cabarcas Salas
febrero 18, 2015
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La triste historia de nuestros viejos

La temática de la vejez fue abordada de forma amplia por Gabriel García Márquez en gran parte de su obra. La recurrencia ante este tópico nos revela que la mayoría de sus viejos son seres condenados a la soledad, la miseria y las condiciones más deplorables. Tal cómo observamos en el personaje de “El coronel no tiene quien le escriba”, quien esperanzado en la confirmación de su pensión; se ve abatido por la desventura del hambre. O el díscolo José Arcadio Buendía de “Cien años de Soledad”, carcomido por la demencia y amarrado a un horcón por causa de su vejez prematura. Al igual que la imbatible Úrsula Iguarán, acabada y ciega por la marchitez de la edad.

Al parecer, estos tristes seres de la narrativa podrían ser producto de la invención literaria. Sin embargo, en nuestra sociedad, en nuestro diario vivir, los encontramos caminando por ahí y tal vez somos indiferentes ante su presencia. Hay muchos ancianos, encorvados y con pasos enclenques sorteándose unos pesos en la esquina de un semáforo. También hay otros que al estirar sus manos arrugadas, temblorosas y negras, nos debelan su estado de mendicidad.

En nuestras calles hay muchos viejos desprotegidos. Al parecer la injerencia del Estado en cuanto a programas de protección y apoyo son mínimas o poco conocidas. No es posible llegar a esa etapa de la vida y no tener al menos la posibilidad de aguardar la muerte de una forma tranquila y en unas condiciones básicas que garanticen una estabilidad. Así como no es tolerable ver niños trabajando, mucho menos ancianos en tales condiciones. No porque no sirvan, sino porque están en una situación desfavorable y de vulnerabilidad. De los ancianos acojamos sus experiencias y sus sabios consejos, como hacían en la antigua Grecia.

Esta nota hace honor a un curioso viejo técnico de televisores. En estos días lo llamé y cuando apareció en la puerta, con una chaqueta desgastada y un maletín casi a rastras y con los ojos melancólicos -no sé por qué los tienen todos los viejos- tuve una desgarradora impresión. Entró y revisó un televisor viejo, creo que se sorprendió al ver el televisor, así como yo me sorprendí al verlo a él. Me dijo que era un maestro en el arte. Destapó el aparato y de este apareció un mundo de circuitos, transmisores, cables y otros elementos de su total dominio.

Mantuvimos una conversación interesante, mientras él trataba de dar con el daño. Entre las líneas de sus palabras descubrí que es un ser desprotegido y que vaga por las calles buscando “marañas” como la mía. Es decir, a pesar de sus años no consta de una estabilidad. Si no trabaja, no come. Sus manos temblaban, lo que me hizo ser su auxiliar, pero el bendito televisor se negó a funcionar: “Es que es muy viejo”, me dijo. Y no pudimos dar con el daño, a pesar de intentar por tres horas. Al final terminamos siendo más viejos, pero con una alegría interior contraria a cualquier historia triste de la vejez de miles de ancianos de nuestro país.

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