Desde esa última guerra y ese último odio, había pasado mucho tiempo. Los días feroces seguidos de las noches estremecidas —que por décadas triunfaron— se detuvieron cuando una simple luz disolvió la penumbra: ya había sido suficiente. No más. Todo lo sordo en esa tierra parecía resplandecer; todo lo ajeno e inmune a la memoria y a su ejército de recuerdos sembró un pacto de confianza con el porvenir: seguir adelante. Lo demás, lo que se repetía —y así se obligaba a detenerse— se mantenía en el ayer —atrás bien atrás— circulando entre cuentos de batallas de lunes y rendiciones de agosto; declamando ideologías supremas y venerando héroes caídos; entretenidos en su juego predilecto: resucitar enemigos, inventándolos. Ellos, insomnes contemplaban cómo, de la nada, les nacían agujeros secos en sus pechos y en sus paredes aparecían sombras de hollín que retrataban lamentos y justificaciones. Al tragar, la comida les sabía a pólvora, respiraban el aire pesado del rencor y su piel se manchaba de colores de bandera. Habían caído en la trampa de todos: somos lo que recordamos.
En su breve existencia, una de las grandes preocupaciones del hombre ha sido cuidar sus pactos con el tiempo. Velar por que continúen sus danzas —y se omitan sus escapes— entre las altas paredes y las anchas columnas del pasado, el presente y el futuro. Un hombre ante el tiempo yace desnudo solo acompañado por un escudo: la memoria. Herramienta de naturaleza peligrosa y ambivalente: orienta y protege pero también, sí se le permite, desgarra. El hombre está hecho a imagen y semejanza de lo que recuerda, pero más aún, de lo que escoge no olvidar. El olvido es una libertad que solo privilegia a la sensatez. Imponernos memoria, sin consideración, es encadenarnos al pasado y de esta forma hacernos sus sirvientes.
En los primeros días de los primeros remedos de reconciliación,
esa palabra aparece como un comodín en todas las conversaciones
y como fórmula mágica se repite y repite: memoria, memoria, memoria
Hoy en los primeros días de los primeros remedos de reconciliación, esa palabra aparece como un comodín en todas las conversaciones y como fórmula mágica se repite y repite: memoria, memoria, memoria. Me permitiría dudar que se refiere a ésta como la simple capacidad, más o menos, espontánea de capturar recuerdos y exiliar olvidos. Prefiero pensar que se trata de una memoria más activa y menos salvaje, la que nos permite ser señores y amos de nuestros rumbos y destinos. El ejercicio responsable de recordar lo que nutre y despojar de su poder a la imagen tóxica y mortal. Cuando recordamos tomamos posesión de lo que dejó de estar, nos apropiamos de lo ausente y lo reivindicamos. Somos lo que recordamos. Repito.
En ese difícil libro —al menos para mí que es La Memoria, La Historia, El Olvido el filósofo Paul Ricoeur, rescató una frase que me invadió: “Para recordar necesitamos de los otros”. Al parecer, la memoria no puede ser considerada un acto individual sino más bien una construcción —en su mayoría— colectiva. Recordamos lo que se nos ha impuesto, desde la historia, la lengua o el simple relato público. Cuando llegue nuestro tiempo, también, con las historias que decidamos contar, con los relatos escogidos, impondremos, a nuestro hijos y nietos, memoria. Pero ¿cuál memoria?
En ese mismo libro —citando a la también filósofa Hanna Arendt—, se descifra la imponente respuesta: el relato es la estrategia que definimos de forma colectiva para seleccionar qué recordamos y qué olvidamos. La memoria como una decisión que tiene la virtud de construir o destruir.
Muy a propósito de los retos que como sociedad se avecinan, vale la pena identificar qué relatos estamos contando y por ende qué recuerdos —y qué olvidos— estamos escogiendo. Qué guerras vivimos y qué guerras nos estamos permitiendo inventar. Cuáles enemigos ya se rindieron y cuáles son simples pretextos económicos de los dueños de la muerte en este país. El peso de nuestra historia solo podrá aliviarse cuando decidamos dejar atrás. Cuando prefiramos quedarnos con la sutura de la herida y la abultada cicatriz y posponer la imagen de la bala humeante y la entraña abierta. Construir memoria también implica interrumpir a esos otros —a esos muchos— cuando traten de imponernos su versión asesina y peligrosa de nuestro pasado, que no es nada distinto a su versión cruel e inescrupulosa de nosotros mismos.
.@CamiloFidel