Por iniciativa de la Gobernación de Bolívar, los pasados 19 y 20 de Febrero se llevó a cabo, en el departamento de Bolívar, una consulta popular para conocer la opinión de sus integrantes sobre la celebración de corralejas. En la jornada (denominada “toma el asunto por los cachos”) participaron 13 municipios más Cartagena. Y, aunque en Cartagena y en Magangué ganó el “no” (en desacuerdo con el evento taurino), el resultado total de la jornada arrojó que la mayoría de los bolivarenses que votaron (por vía física y virtual) están de acuerdo con el seguimiento de la tauromaquia en sus municipios.
Ahora bien, más allá del resultado, es fundamental cuestionarse sobre las repercusiones que, el uso de mecanismos de participación ciudadana (en este caso, de la consulta popular), tiene en la toma de decisiones públicas (políticas). Ello, en cuanto a la información obtenida.
Algunas de las primeras preguntas que surgieron cuando se conoció el resultado de la consulta fueron: ¿Y ahora qué?, ¿qué va a pasar con las corralejas?, dado que ganó el “no”, ¿todo seguirá igual que antes?, ¿se seguirán realizando los eventos taurinos en cada municipio?, y, con ello, ¿qué harán los alcaldes y el gobernador (de turno y los del próximo –y cercano- período) con el resultado? No obstante, el hecho de que el resultado de la consulta sirva como insumo para que las autoridades políticas tomen decisiones que nos afectan a todos tiene una variable contextual (desde el punto de vista de sociológico del comportamiento político) que, considero, no debería excluirse del proceso de toma de decisión.
¿Qué pasa cuando una decisión tan importante (como la de prohibir o no las corralejas en el departamento de Bolívar) es sometida a la opinión “del pueblo” en un contexto democráticamente corrupto; en el que los intereses particulares de algunos pocos se sobreponen a los de otros?, es decir, ¿cómo acudir al pueblo para que opine sobre determinado asunto si no es seguro que ellos sean los que representen sus propios intereses? Lo ideal sería que el pueblo estuviera en constante participación; que pudiera afectar las decisiones políticas de sus representantes, pero, en una democracia imperfecta -y, usualmente, “delegativa”- podría resultar contraproducente para la promoción de verdaderos valores democráticos, el uso de tales mecanismos de participación ciudadana –cuando se reconoce la presencia de actores que tienen intereses específicos y muy fuertes sobre el mismo asunto. Ello, en la medida en que, estos últimos, son los más beneficiados.
Pero, un momento, ¿el uso de estos mecanismos de participación no es, por excelencia, una de las maneras de promover escenarios de deliberación y discusión en los que se configure una “verdadera” democracia? Sí, y por supuesto que sí, pero, cuando los procesos democráticos no son transparentes, es muy difícil creer que “el pueblo decidió…” ¿En realidad fue el pueblo?
No trato de insinuar que no se deberíamos seguir ejerciendo el derecho a la participación ciudadana (con cualquiera de sus mecanismos) –hasta que no convivamos una “verdadera” democracia. Por lo contrario, estoy absolutamente a favor de este tipo de espacios de encuentro ciudadano -como manera de sentirnos parte de la toma de decisiones-, porque, incluso, considero que son el medio fundamental para que “el pueblo sea quien gobierne”. Pero, sugiero, las autoridades políticas no deben actuar sobre la idea de que “estamos en una democracia consolidada” y “perfecta”, porque, el hecho de no reconocer –o tener en cuenta- las condiciones en las que se ha hecho uso de instrumentos democratizadores es, de entrada, un error que no beneficia a tal forma de gobierno; es, en conclusión, la trampa de la democracia.
Estudiante de Ciencia Política y Relaciones Internacionales
VIII semestre
Universidad Tecnológica de Bolívar (UTB)
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