Al ver hacia el pasado, dos imágenes son protagonistas: el edificio donde trabajaba mi madre y la finca de recreo de esa empresa. Una huele a café, a cuero, por sus pasillos suena el tecleo constante y los pasos que van de aquí para allá, al ruido de los niños que juegan en el patio del colegio contiguo. La otra huele a guayaba madura en el suelo, a guayacán amarillo, y suena el ladrido de los perros por las trochas descubiertas. Una se alza en el barrio de La Soledad, rodeada de casas viejas y hermosas, la otra se encuentra entre las montañas de la Cundinamarca caliente. Son imágenes de una infancia lejana e impresa en la cotidianidad, atravesadas por mi madre.
Erguida en su escritorio, con los cajones repletos de esferos, ganchos, resaltadores y marcadores que ni en cincuenta años podría usar por completo —muchos secos, inútiles, sin punta, pero inamovibles— está siempre mirando con los ojos entrecerrados a la pantalla llena de secas tablas de Excel. Por la tarde, el sol baña el escritorio de madera, atravesando las ranuras de aquella persiana blanca, y termina bañando su rostro. Una pequeña radio, que adorna el closet, que funciona de bodeguita, inunda la oficina de las noticias del día, de las habladurías de los periodistas de siempre y su descarada vanidad, que es casi palpable a tantas radiofrecuencias de distancia. Una mujer trabajadora, que prácticamente nunca llegó tarde al trabajo, que es la persona más honesta que he conocido, incapaz de no pagarle lo justo a los empleados de nómina, de mentir en una declaración de impuestos, de salirse de la cuadrícula, del orden y la línea, casi rayando en un TOC compulsivo que guarda virtud.
Esa mujer trabajadora que más que discurso, tiene manos, mientras los hombres vociferan cosas sobre la solidaridad, el apoyo y el pueblo, ella hace lo que hay que hacer: organiza, pone, emplea. Unas manos tiernas y frágiles, pero que no claudican a la hora del hacer, manos que cargan de a unos cuantos ladrillos en busca de terminar la pila, que teclean sin cesar en el computador porque saben que trabajan no solo por un sueldo sino por algo que es justo. Unos oídos que van a los eventos, a la formación, que escuchan a todos y nunca piden pista para retribuir a la conversación; una sabiduría popular, un saber que es, pero no suena estilizado, ni técnico, ni académico, y aun en esa aparente podredumbre es un saber que sabe.
También está esa madre vestida de blanco, de pantalones holgados y camisas con flores estampadas que apenas le quedan, que se asolea al lado de la piscina mientras habla con sus hermanos del país, de la familia, de sus padres, de todo y de nada, mientras comen empanada bajo la sombra del almendro gigante. Aquella que veía feliz a sus hijos jugar en la piscina mientras el olor de un asado mediocre, pero endulzado por las montañas y el calor, transita por las narices de unos niños agotados por el calor, el juego y las aguas. Los compañeros de trabajo y sus familias se unían a la celebración en cada encuentro.
Me veo acostado entre dos sillas de madera con cojines de cuerina intentando reponer el sueño robado por acompañar la jornada laboral, jugando con la cosedora, el cocodrilo quita ganchos y el monstruo que hace agujeros, tecleando en los computadores apagados, inventando historias inverosímiles, corriendo por los pisos saludando a los entrañables compañeros de trabajo. Me detengo en una oficina elegante que siempre huele a cigarrillo. Me saluda un hombre bajo, de traje y calvo. Es muy cálido y amable. Me gusta su humor: es provocador y algo ácido sin ser frívolo. Él es el jefe de mi madre y el representante legal de la empresa.
Mi primo y yo lavamos el Renault rojo de mi tío con baldes de agua y manguera al lado de la piscina. Es un juego, una película vieja. Mi tío nos rocía mientras reímos e intentamos escapar, y nos tiramos los baldes de agua enjabonada. Al día de hoy no sé si realmente el carro quedó bien lavado. Al caer la noche nos jugamos la gloria en aquella cancha de cemento contra el hijo mayor de los cuidanderos de la finca. Perdemos honrosamente ochentaiseis a doce.
Ya en la adolescencia, descubriendo el mundo un poco más, limpio hojas invisibles mientras intento mostrar el músculo inexistente de un cuerpo flacuchento para impresionar a esa muchacha morena que nada y me sonríe. Hablamos toda la tarde, nunca más la volví a ver. En definitiva, es como las palabras de Albalucía resuenan en mi mente: la felicidad es un árbol que extiende sus ramas por nuestros recuerdos y en eso, es una ilusión más.
En definitiva, esa finca es el cronotopo de mi infancia, pero también es un cuarzo por el que se revelan realidades políticas. Ese terreno verde que se refugia entre montañas, adornado por almendros y guayacanes, con sus casas blancas donde se arman panales en las estructuras de madera y sus viejos televisores donde un DVD trasmitió Apocalipto, Blade y Depredador. Sus canchas de fútbol, basquetbol y tenis, la piscina donde muchos aprendimos a nadar, era el triunfo de los trabajadores, el premio al sudor de su trabajo, el espacio para el goce y el ocio que era de y para ellos. El lugar donde mi madre y sus compañeros convivían con su familia y la veían crecer.
Al mirar hacia el edificio naranja con blanco, a dos cuadras del Concejo de Bogotá, ver los rostros de aquellos que lo transitaron, el tic tac de los tecleados, los tintos y las aromáticas, veo algo más que una empresa: un lugar que estaba dedicado a proporcionar vivienda a aquellos que no podían acceder a una. Mi madre aún recuerda cada uno de los barrios que construyeron, reflexiona sobre los aciertos y desaciertos, las dificultades de crear un proyecto de vivienda que creara comunidad y no fuese una mera propiedad intercambiable. ¿Cuántos no quisiéramos tener una casa donde construir un proyecto de vida? ¿Cuántas familias no criaron a sus hijos y vivieron en aquellos barrios? Sin duda, la vivienda de interés social es un proyecto político fértil y necesario, que concilia la ilusión por un mundo nuevo con las condiciones materiales existentes. Es la transformación aquí y ahora.
Ninguno de esos dos lugares es como antes. Al final, los lugares donde habita la infancia están destinados a desaparecer. Ambos cristales del pasado y el futuro fueron apropiados por el nuevo ministro de economía y ex jefe de mi madre. El lugar entre las montañas fue repartido entre los miembros de su familia por un precio más bien simbólico y aquel edificio se convirtió en apartamentos sobre los que él mismo se lucró. Aún hoy tengo sueños en los que me escabullo entre los limones y nado bajo la luz de la luna en aquella piscina, por una última vez, mientras los cuidadores me amenazan desde afuera. Aquello que me encoleriza no es el final del centro recreativo, ni el hecho de no poder volver, a pesar de la nostalgia, sino el lucro indiscriminado a costa del sudor de los trabajadores. Uno en esta tierra platanera espera que la gente robe, que se roben los terrenos y los proyectos, pero cuando la apropiación viene de personas que defienden un mundo distinto, y se hace contra personas que trabajaron y creyeron en un proyecto político que iba más allá del trabajo, hay algo más profundo que se quiebra, una caída en el cinismo y el no futuro.
El ministro no hizo nada ilegal. Al final, era el representante legal de la institución que era dueña de ambos predios. Pero hizo algo peor, algo profundamente inmoral. En este sentido, al ver el nombramiento, mi corazón no puede sentir más que tristeza y coraje. No paro de preguntarme si él fue capaz de hacer eso con algo tan nimio como era esa institución, qué no podrá hacer como ministro de economía, responsable de la vida de los colombianos y de los trabajadores que un día fue capaz de traicionar. Espero estar equivocado, espero que la decisión del presidente sea la correcta, pero a través del cronotopo de mi infancia vuelvo a caer en la desesperanza.
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