La más terrible de las traiciones dentro de las Farc fue la de César. Así lo consideró El Mono que no vaciló en calificarla, por sus consecuencias, como lo peor. Había permanecido 22 años bajo sus órdenes, muchos de los cuales había sido su radista personal. Para El Mono era claro que Cesar y él se conocían a la perfección. Era imposible que se hubiera dejado engañar por un montaje enemigo. Tenía muchos años como comandante del Frente Primero, en el Guaviare, para entonces asediado como nunca por la presión del Ejército.
Doris Adriana, su compañera de muchos años, había sido capturada meses atrás. Había cosas raras en ese hecho, al parecer producido en Estados Unidos y no en Cúcuta. Como las negociaciones de su abogado ante las autoridades norteamericanas, para obtener una recompensa para ella y César, como consecuencia de la entrega de los prisioneros que se encargaba de custodiar este último. Extraditado a Norteamérica, su paradero actual sigue siendo un misterio. Todo indica que la famosa operación Jaque no fue más que un fraude para disimular aquella dolorosa traición.
Como en el caso de Olivo Saldaña, convertido en personaje memorable tras su presentación previamente organizada, a la cabeza de un supuesto Frente en desmovilización, y con una aeronave que aseguró pertenecía a la guerrilla. La justicia comprobó luego que se trató de un fraude, que envolvió incluso al Alto Comisionado de Paz de la época Luis Carlos Restrepo.
Martín Sombra fue otro de esos personajes. Hacía parte del equipo de mandos y combatientes que giraban alrededor de El Mono. Los guerrilleros lo miraban como un personaje folclórico, de quien se contaban innumerables anécdotas que movían a risa, escándalo o temor. Decían que había sido un verdugo implacable en otros tiempos, que sólo se bañaba excepcionalmente y que era un hombre de caprichos y terquedad insoportables.
Le gustaba contar que había sido bandolero, bandolo, en sus propias palabras. Había ingresado a las Farc tras haber pasado por varios grupos armados, liberales y rebeldes. Cuando hablaba con los demás, solía tratarlos de compinche, por lo que terminó siendo apodado así, el compinche. Alguna vez conversamos sobre el Magdalena Medio y los orígenes de la lucha en Puerto Boyacá. Me contó que había hecho parte de la guerrilla que conformó Federico Arango a comienzos de los años sesenta. Para confirmarlo, me habló del secuestro del hacendado Germán Mejía Duque, hermano del por entonces gobernador de Caldas, y de cómo Federico Arango pereció en la operación militar subsiguiente. Yo había oído una versión semejante en el sur de Bolívar.
En sus primeros años en las Farc, llegó a ser comandante de un frente en Arauca, en donde se distinguió por su arrojo en combate. Luego fue descendiendo por obra de sus conductas inmorales. Durante el despeje del Caguán, El Mono lo mantenía a su lado, asignándole misiones menores en las que no pudiera hacer de las suyas. Incluso se expresaba de Sombra como un hombre descompuesto, alguien que ocasionaba al movimiento más daño que el enemigo. Aunque no ameritaba un consejo de guerra, se escapaba con frecuencia por varios días en busca de licor y prostitutas, abusaba de sus responsabilidades y trampeaba para su propio interés.
En las Farc se cultivó el respeto hacia los más antiguos, los fundadores de esta lucha. Incluso algunos, que como Sombra, habían terminado estancados, sin rendir más por sus propias falencias, gozaban de cierto margen de tolerancia. En el caso de Sombra, ya no se encontraba un lugar para él. Hasta su paso por las cárceles donde se mantenía a los prisioneros para el canje resultó un fiasco. El Mono comenzó a acariciar la idea de excluirlo definitivamente del movimiento.
No fue necesario. El viejo, rechoncho y pesado, se enfermó cada vez más de sus coyunturas. Difícilmente podía sostenerse en pie, y fue necesario sacarlo a tratamiento médico. En la ciudad, se le subieron a la cabeza todas las indisciplinas posibles, hasta el punto de romper los lazos con la organización, para evitar cualquier sanción por sus hechos. La noticia se recibió adentro con alivio. La deserción de Sombra significaba que llegaba a su fin un viejo problema.
No lo fue tanto en verdad. Capturado y conducido a prisión por las autoridades, clamó por ayuda económica y jurídica por parte de las Farc. Esta no se otorgaba nunca a los desertores, por lo que sus resentimientos no tardaron en estallar. Mitómano de toda la vida, dio a inventar las más inverosímiles historias sobre su paso por la organización. De la noche a la mañana la Fiscalía lo convirtió en un personaje valioso. Hasta el punto de haber recuperado su libertad con la simple promesa de comparecer a la JEP, cosa que centenares de auténticos guerrilleros o milicianos no han logrado obtener, pese a la ley y a los sucesivos decretos de amnistía.
La indulgencia por parte del Estado hacia los traidores a las Farc, con independencia de sus crímenes, quedó puesta en evidencia con Rojas, el asesino de Iván Ríos. Este había sido promovido al Secretariado Nacional en 2003, y asignado al por entonces Bloque José María Córdoba en el noroccidente del país. En su marcha al Urabá, optó por detenerse en el 47 Frente, en Caldas, una unidad que Karina dejó descomponer gravemente antes de su deserción.
Lo que Iván encontró en aquella zona lo determinó a quedarse allí. Las indisciplinas y deserciones eran continuas. Había quien afirmara que temía que aquel frente se declarara en cualquier momento un frente de las Autodefensas y dejara de ser Farc. La infiltración del Ejército y los paramilitares lo tenía corroído. Para su desgracia, Iván escogió como su oficial de servicio a Rojas, un mando de quien el personal hablaba con inconformidad, por cuenta de sus arbitrariedades.
Iván no quiso hacer caso a las advertencias de la gente. En su parecer, Rojas era un buen elemento al que le hacían mala propaganda. Es obvio que este lo engañó, hasta el punto de que en el complicado ambiente de orden público en la zona, producto del acoso constante del Ejército, logró convencer a Iván en más de una ocasión, de que durmieran los cuatro, es decir Iván, su compañera y Rojas y su mujer en una misma caleta, que él organizaba con diligencia.
De esa manera le resultó fácil descerrajar un tiro en la cabeza a Iván y su compañera en la medianoche. Hábilmente advirtió al personal que un hombre zorro, o sea una fuerza especial del Ejército, había penetrado al campamento y asesinado a su jefe, ordenando de inmediato un dispositivo de defensa ante una inminente asalto enemigo. Una vez solo en el campamento, en compañía de su mujer, saqueó los bienes a cargo de Iván, ocultó su cadáver y antes de marcharse cercenó su mano derecha, con la que se presentó ante la tropa cercana.
La credibilidad que me despertó la simpatía de Hermes, se fue a pique al observar los extraños ataques que decía padecer. Miembro del Estado Mayor del Frente 40, que operaba en el área general de La Uribe y Mesetas, en el departamento del Meta, gozaba del afecto de sus subordinados, que daban por sentado que de veras padecía alguna extraña enfermedad.
Era delgado, alto, de facciones un tanto deformes. Su mentón sobresalía demasiado y le imprimía a su rostro un aspecto alargado, como de luna en cuarto creciente. En el momento más inesperado caía al suelo estremecido por fuertes convulsiones. Los guerrilleros aseguraban que expulsaba sangre por boca, nariz y oídos. Y que esta salía mezclada con libélulas, arañas y grillos.
En una guerrilla integrada en su mayoría por campesinos proclives a las leyendas de magia y apariciones, sus ataques se hallaban fuera de duda. Recuerdo haber oído que El Mono lo había excluido de un curso de mandos un par de años atrás, cuando su equipo médico le aseguró, que había algo anormal en sus síntomas. La idea entre la gente era que El Mono había sido demasiado severo con él, cuando lo que requería era un tratamiento adecuado.
Un día, por allá en el 2007, pasó por la unidad Darío, el comandante del Frente que vivía trashumante entre los campamentos de Manuel Marulanda y El Mono, quien luego de conversar con los otros mandos, autorizó la salida de Hermes a tratarse de su problema afuera. Luego me enteré de que lo habían enviado a consulta con una adivina, una mujer que gozaba de cierto prestigio por otros casos que había ayudado a solucionar. Lo vi entrar de la ciudad a toda prisa, para cumplir con cierto encargo. La señora le había pedido unas fotografías que según ella se hallaban en determinado lugar y que se relacionaban con el mal que padecía.
Un tiempo después escuché que Hermes, a quien también llamaban El Paisa o Chicuco, había sido privado del mando y trasladado a otra unidad, por decisión de El Mono. Estaba claro que no creía en él. Para El Mono todo aquel que se inclinara por el esoterismo, la magia o el espiritismo no tenía derecho a ocupar cargos de responsabilidad. Lo revelador sobrevino unos meses más tarde.
Chicuco, en consideración a su antigüedad en filas y su trayectoria como mando, fue asignado en el Frente 53, a la tarea de caletero, es decir, encargado de los dineros y otros bienes valiosos que se mantenían guardados o enterrados en lugares secretos. Un día se requirieron trescientos o más millones para pagar unas medicinas y el mando lo envió a él, junto con el enfermero, a sacar ese dinero de una caleta. Una vez lo tuvieron empacado, Chicuco propinó varios disparos por la espalda a su camarada, ocultó su cadáver bajo piedras y ramas y huyó rumbo a la ciudad, desertado.
Oí también que luego, un mando de una unidad del Caquetá, que había salido a tratamiento médico, se encontró con Chicuco en San Vicente, ignorando de su condición de desertor. Por su vieja amistad, aceptó su invitación a verse al día siguiente. Según su versión, en cuanto llegó al lugar en un taxi, observó a Chicuco sentado a la mesa de la heladería. Al descender del vehículo, resultó detenido por varios hombres armados. Hermes el Paisa, o Chicuco, no sólo era un asesino y desertor, sino informante y colaborador del enemigo.
Después oí que encabezaba una banda que se ocupaba en asaltar vehículos en la vía Villavicencio San José del Guaviare. Durante el conflicto, esta clase de elementos fueron siempre favorecidos por la inteligencia militar, quien con tal de poder usarlos de algún modo contra las guerrillas, se desentendía de sus conductas criminales. Algunas incluso eran parte de sus trabajos.