En primer lugar, ¿qué es la indolencia? Pues es ir por la calle, ver una violación a tu lado, no hacer nada, no arremeter contra el victimario y despreciar a la víctima que se pierde en quejumbrosos sollozos tras el escape de tu indiferente espalda. Es en suma la pérdida de humanidad o empatía por aquel que sufre, siendo el silencioso cómplice de los agresores. Esta ausencia de empatía por el dolor del otro es un rasgo típico de la sociopatía; es decir, el odio o hastío hacia la sociedad en la que vivimos. Nos hemos centrado en una salvación individualista basada en la competencia, que típicamente promete la libertad o la felicidad a través del dinero, justificando cualquier acción que permita acumular riqueza y poder hasta el infinito.
Ahora bien, ¿ha sido el pueblo colombiano un silencioso cómplice de detestables verdugos con escritorio, mansión y corbata? Es esta la pregunta que inspiró este escrito, la misma que quizás ha pasado por la mente algunos investigadores, arriesgados periodistas, insurrectos estudiantes o curiosos e indignados ciudadanos que se resisten, como yo, a entender cómo han pasado los peores vejámenes, los más delirantes descuartizamientos, las violaciones más terribles, los miles de desplazamientos, la más absurda pobreza, la institucionalización de la corrupción y la más aguda desigualdad en medio de una impávida quietud de la sociedad colombiana.
En este país me podrá nombrar como loco, apocalíptico, pesimista o subversivo, o censurar, allanar, encarcelar, torturar, perseguir, acosar o asesinar, por decir lo que digo y pensar lo que pienso, pero me siento obligado a decir que como colombianos hemos sido los fríos testigos de la inanición wayúu, del suplicio del secuestro, de las inenarrables masacres del Aro, La Granja, la Operación Orión, El Salado, etcétera. Nos hemos enterado de continuas interceptaciones ilegales desde el propio estado, hemos pasado por alto la inesperada desaparición de millares de compatriotas, hemos enterrado la memoria de todo un partido político exterminado, hemos ignorado y vuelto a victimizar las lágrimas de las madres de Soacha que un día vieron partir a sus hijos para no verlos nunca regresar, hemos encontrado parte de sus huesos con las botas puestas al revés.
Y en cuanto protestamos, en lugar de soluciones coherentes se nos ha disparado, golpeado, desaparecido y perseguido llamándonos delincuentes. Se nos llena de represión estatal que huele a lacrimógena y paraestatal que hiede a sangre, ya que las fuerzas del poder nunca han podido responder asertivamente a las preguntas que inquietan las famélicas legiones campesinas y urbanas. En nuestra memoria colectiva descansan con temor la memoria de caudillos populares como Gaitán, Galán, Pizarro o Pardo Leal, los estudiantes Gonzalo Bravo Pérez, Nicolás Neira, Beatriz Sandoval, Johnny Silva, Miguel Ángel Barbosa y Dylan Cruz, y periodistas como Jaime Garzón.
Los colombianos de a pie somos personajes extraños, parranderos, sagaces y viajeros, que atemorizados, acallados y oprimidos, con falta de memoria o en busca del olvido, deambulamos por el mundo en busca de futuros luminosos que nunca vamos a encontrar, lavando cocinas, atendiendo mesas, prostituyendo chicas o traficando drogas, se nos retrata ante un mundo que indiferente observa nuestra esquelética caricatura de estable democracia; pues hemos llamado democracia a este frágil sistema electoral que abriga y avala a castas dominantes del poder político, fuertemente armadas, manchadas con miles de litros de sangre pobre sacrificada en una absurda guerra cocainómana, van vestidas con los dólares de las bonanzas marimberas, cafeteras, armamentísticas o cocaleras y pasean por lo alto, el collar que las ata a sus amos gringos.
¿Y qué hemos hecho como sociedad en esta generación? Claramente, hace poco un sector ya cansado de tales circunstancia en Colombia, ha protestado, ha salido a las calles, ha tocado cacerolas y se ha quedado ronco, repitiendo furioso las verdades de las que históricamente ha sido víctima y ha gritado desgarradamente ¡no más miedo, pero lamentablemente una gran mayoría ha caído en la trampa electoral y ha visto en blandengues posturas “de centroizquierda” en puestos regionales o en mesas autoproclamadas de representantes acomodados la salida de sus quejumbrosos reclamos. Sin embargo, a sus espaldas y en medio de la noche se aprobó una regresiva reforma tributaria que daba exenciones a los grandes magnates, empresarios y banqueros.
Hoy ha caído la pandemia del COVID-19 en tierras colombianas y vemos cómo airosos desde la televisión los gobernantes buscan arrebatarse mutuamente el protagonismo, novelescas peleas entre poderes regionales y centrales, vemos corrupción en los contratos de atención sanitaria, entendemos por la fuerza de las circunstancias, la inoperancia del sistema de salud privatizada instaurada por la Ley 100 en el nefasto gobierno de un presidente innombrable y asistimos poco escandalizados a la muerte de 2 niños en el desalojo de los más humildes de Soacha y ciudad bolívar, los mismos que agitan trapos rojos o simplemente salen a trabajar como domiciliarios, vendedores ambulantes o ladrones, cuyos familiares y vecinos en la calle han de pasar una incierta cuarentena, nos deprimimos al ver la inoperancia de los entes judiciales para perseguir el narcotráfico enquistado en el poder, mediante la financiación de campañas y nos sentimos asqueados al enterarnos de los recurrentes abusos sexuales perpetrados por las fuerzas militares.
Ciertamente hemos sido adormecidos, amordazados y embrutecidos durante años (quizás décadas) por las fábricas de mentiras masivas, que nos empujan afanosamente desde la televisión o la escuela, al consumo desaforado y a un único modelo de éxito personal basado en el dinero, la competencia y el individualismo, nos hemos comido noche tras noche cada una de sus posiciones políticas camufladas como información y nos han idiotizado e insensibilizado con ridículos concursos o novelescas historias basadas en el amor patriarcal, los valores conservadores, el amor al estado, la exaltación de la pobreza victoriosa y la competencia desaforada.
Pero de nada sirve darse latigazos eternamente y perder la esperanza en todo horizonte de futuro, es necesario preguntarnos: ¿cómo proceder? Hemos entendido que los gobernantes por más buenas intenciones o habladurías, son incapaces de atender en realidad a las necesidades de los más vulnerables y humildes. Por tanto resulta inoperante seguir como borregos, tan solo los canales institucionales para satisfacer nuestras necesidades primarias, urge volver a las prácticas solidarias entre la ciudadanía, urge apoyar las redes de afectos yendo más allá de los privilegios impulsivos que nos hacen contagiarnos en los días sin IVA, cabe removernos del sillón al que nos han hacinado en el nuevo esclavismo virtual y apoyarnos entre colegas, trabajadores, vecinos y familiares para afrontar la desesperanza de las nuevas crisis económicas.
Igualmente, es necesario asumir nuestra responsabilidad histórica y empoderarnos desde plataformas de comunicación alternativas, denunciar los abusos o violencias de las que somos víctimas como comunidades o agrupaciones, darle voz a aquellos sectores que nunca la han tenido, ser ingeniosos para dar solución a las necesidades que nos aquejan, organizarnos como ciudadanía activa, denunciar los atropellos y equivocaciones del poder, y hacer lo posible por centrar objetivos comunes que impidan el paso a la indolencia milenaria de un desangrado pueblo colombiano.