La pandemia derivada del COVID-19 ha desenmascarado sin contemplaciones la miseria generalizada (permanentemente maquillada por las estadísticas gubernamentales) que azota a un mayoritario porcentaje de la población latinoamericana.
Durante los últimos treinta años fue un pensamiento generalizado que la aplicación a rajatabla de las directrices surgidas del Consenso de Washington y sus posteriores desarrollos (neoliberalismo a ultranza) había terminado por ingresar a Latinoamérica por la senda del progreso y la modernidad. Todos daban por hecho que por fin se había consolidado una clase media vigorosa, expansiva, progresista, que sería el bastión definitivo para la estabilización democrática, económica, política y social del subcontinente.
Colombia, especialmente, confió en que una vez superado el largo y amargo conflicto interno que la desoló durante más de sesenta años, quedaría en ventajosa posición para transformarse en uno de los nuevos polos de crecimiento y desarrollo económico global.
Todo era un cruel espejismo. Si algo debemos de agradecerle a esta pandemia es el haber manifestado las condiciones necesarias para quitar los gruesos velos que durante décadas cegaron a millones de mentes y corazones.
Bastaron cinco ínfimos meses para evidenciar que los "inmensos logros" a pulmón entero cacareados por los diferentes gobiernos títeres de las castas o mafias plutocráticas (vasallas ellas mismas de las esas sí todopoderosas élites globales) no eran más que gigantes de yeso con pies de barro, una mentira cruel y siniestramente desvergonzada: han bastado tan solo 150 días para que las que se creían las ungidas y afortunadas clases medias hayan regresado al estado original de vulnerabilidad y postración que les había costado ingentes cantidades de sudor y sangre a dos generaciones para poder superarlas.
Empero, si ese es el desolador panorama que afrontan Latinoamérica y Colombia en su conjunto, ¿qué podrá entonces decirse con respecto a Popayán y al Cauca en particular?
La respuesta es una sola: desgarradora desesperanza.
La gran tragedia para nuestros pueblos ebrios de trópico, folclorismo, alegría e ingenuidad casi irredemibles, es que el origen y la causa primera de su tragedia sin fin radica precisamente en las mafias plutocráticas que durante los más de doscientos años de "independencia" han acaparado con puño de acero el poder. La corrupción desaforada, el inmisericorde saqueo de lo público, el clientelismo, la exclusión y la prevalencia del interés particular sobre el general han convertido a estas tierras agrestes en una de las más inequitativas del planeta, y en perfecto caldo de cultivo para violencias y organizaciones criminales de toda laya.
Pero quizá la mayor tragedia de todas radica en que, tal y como lo demuestran fehacientemente los últimos acontecimientos, los que estaban llamados a convertirse en los nuevos liderazgos de una región que tanto urge de ello, no solamente han heredado los peores vicios de las viejas castas politiqueras sino que, increíblemente, están demostrando superar con creces a sus sombríos maestros.
Todo es una absoluta vergüenza y una bofetada grotesca para un pueblo hundido en la mísera desesperanza: el gobernador del Cauca investigado por intentar agredir a un alcalde, el procurador regional del Cauca y el personero municipal de Popayán en serios líos por presuntamente haber violado las restricciones del confinamiento y, peor aún, ahora sumidos en un grave escándalo por presuntamente haber configurado un maquiavélico carrusel de puestos y contrataciones abusando de sus posiciones de poder dentro del ministerio público.
Todo es turbio, opaco y tenebroso cuando se intenta otear el horizonte de los tiempos por venir en estas lejanas tierras, pero aun así hay destellos de esperanza, indicios de que no todo está perdido.
En el caso específico de Popayán y del Cauca brilla en medio de tanta oscuridad un liderazgo profundamente diáfano y prometedor como el de Alejandro Constaín, de sólida formación profesional e innegables condiciones humanas. En este joven adalid de un mejor destino posible cifran miles de caucanos sus mejores esperanzas y la certeza de que nuestro pueblo merece una mejor suerte.
En el caso de Colombia están así mismo surgiendo nuevos liderazgos que se están templando en el huracán de esta tragedia para estar a la altura del desafío que les implicará gobernar y transformar una sociedad tan compleja como la nuestra. Allí surgen los nombres de Claudia López, Juanita Goebertus, Katherin Miranda, Daniel Quintero, solo por mencionar a unos cuantos de ellos.
Hay una verdad incontrovertible: los nuevos liderazgos llamados a cambiar el destino de nuestros pueblos y naciones estarán por encima de las ideologías, esas obsoletas armas de manipulación y confrontación de las que se han valido las vetustas castas corrompidas para avasallar, expoliar y dominar a su antojo.
Los liderazgos innovadores, disruptivos y genuinos llamados a transformar de raíz a Latinoamérica, Colombia, Popayán y el Cauca solo responderán a un único e intransigible propósito casi que ontológico: demostrarle al mundo, con hechos tangibles e incontrovertibles, que estos pueblos ebrios de trópico sí se merecen y son dignos de ocupar un lugar de honor, trascendencia y respeto dentro del conjunto de las naciones del mundo.