A falta de uno, tuvimos cinco. A falta de agua, como en los desiertos o ciertas regiones tórridas del país, tuvimos litros de agua, «toneladas» de agua. Neiva es una de las pocas poblaciones –acaso la única del mundo– que nació y creció rodeada de cinco ríos. El río del Oro (Ríoloro, Ríooloroso, río Loro, como quiera llamarse), el Magdalena (Yuma, río Amigo), Las Ceibas, la quebrada Curíbano –no sé si sea la misma Toma– y el Arenoso, a las afueras de la ciudad, en la vía que de Neiva conduce a Campoalegre.
En menos de 50 años, los pobladores del Valle de las Tristuras –los españoles debieron llamarnos Villa Agua– han acabado con cuatro ríos y se empecinan en destruir el último: el Magolo, como jocosamente lo llama el poeta algecireño Esmir Garcés Quiacha.
Hace medio siglo, el río del Oro –para hablar solamente de uno– llegó a ser una importante ruta para la pesca, para la caza y para la diversión, como lo fue en su momento el Magdalena, que ahora es solamente navegable en el tramo próximo a su desembocadura. Mi abuelo, Misael Morales, fue muchas veces –aunque ustedes no lo crean– uno de los tantos damnificados del río del Oro (ya ni siquiera Las Ceibas posee tales crecientes). Cuando el río del Oro –llamado así porque muchas personas buscaban oro en sus cuencas– desbordaba su cauce, todos los pobladores de sus riberas, ahora habitantes de Quebraditas, Pozo Azul, Santa Isabel o Barrio Bogotá, entre otros, tenían que abandonar sus casas y buscar terrenos secos y sólidos para comenzar una nueva vida.
Mi abuelo habitaba en lo que ahora es la carrera 13 con calle 1. Poseía una flota de cinco burros, a la que los vecinos del lugar llamaron Flota Cagajón –tremendos celos debieron sentir los propietarios de Coomotor–. En esa pequeña escuadra de pollinos, el abuelo, en compañía de Alfredo (mi padre) y Rodolfo Morales Trujillo (mi tío) cargaban arena, piedras y cemento, que vendían a los maestros de la construcción, los mismos que levantaban, por aquella época, las puertas y ventanas de una ciudad que florecía.
El río del Oro, mirado ahora con desprecio y sin ningún tipo de contrición, era motivo alegre para la realización de paseos, comitivas, almuerzos de río o enamoramientos. En sus charcos (charco de la Virgen, charco Azul, charco de las Pelotas, charco de los Carabineros, charco de la Piedra, charco de los Cajones) muchos se ahogaron, pero también muchos nacieron –allí debió hacerse el primer censo de la ciudad–.
Ahora Neiva no tiene agua, muere de sed y se retuerce de calor. La temperatura de la ciudad, a veces equiparable a los 45 °C de cualquier desierto (a la sombra) nos agobia, nos flagela, nos bautiza con el apelativo de Celios (¿qué poeta puede escribir bajo el sol de las dos de la tarde? Ahora imagínenlo haciendo el amor).
De cinco ríos nos queda uno: el Magolo. De cinco, uno se muere paulatinamente. Los demás dan tristeza. Las Ceibas sin ceibos, El Arenoso sin arena, el río del Oro sin oro, la Toma cargada de excremento y concupiscencias humanas.
Cabelleras de viento, bocas de viento, pechos de viento. Ni una sola gota de agua, ningún río, escasa corriente para navegar desnudos montados en la belleza del paisaje, en las doncellas del agua que alguna vez nos sedujeron.