Rock al Parque, uno de los festivales gratuitos de rock más grandes e importantes de nuestro continente, tuvo el pasado lunes 1 de julio un cierre vibrante por cuenta del buen cartel que presentó este año la organización.
Desde la selección de los artistas se le apostó a la invitación de músicos de gran trayectoria y diferentes géneros como Tarja, Fito Páez, Zona Ganjah, Decide, El Tri, entre otros; los cuales sin duda alguna fueron de gran atractivo, logrando incrementar en un 91% el número de asistentes en comparación con el 2018, según cifras de la Alcaldía de Bogotá.
La apuesta del festival desde hace años es apuntarle a diversidad y lograr ser llamativo para diferentes tipos de públicos. Este año no fue la excepción, tanto que la invitación al músico paisa Juanes desde su anuncio causó polémica entre los más puristas y radicales amantes de rock.
Personalmente, no soy admirador de la música del ex-Ekhymosis, no obstante quería ver su show para poder hacerme a un concepto de lo que iba a generar en los asistentes al festival, que en estos 25 años se ha vuelto un lugar de encuentro y casi que de culto.
Mi gran sorpresa fue cuando abrió su concierto interpretando A Dios le pido y un mar de pantallas de celulares iluminaron el parque Simón Bolívar para grabar el momento. Ahí muchos nos dimos cuenta de que buena parte de los asistentes habían ido a ver puntualmente su presentación.
A medida que el antioqueño, junto con su banda, iba ejecutando su presentación, la gente más coreaba entusiasta sus canciones romanticonas y empalagosas y se emocionaba con sus clichés chabacanos tipo “¡Qué chimba tan hijueputa, parce!”.
A esa hora el mismo público que hace apenas un rato oía con indiferencia el increíble solo de bajo ejecutado por Pedro Aznar en el intermedio de su canción Mientes, estaba en plena comunión con las canciones ultramediatizadas de Juanes.
Estuve en Rock al Parque 2019 en parte para confirmar que Juanes es un excelente músico, respetado en la industria discográfica, capaz de subir a su escenario a Zeta Bosio para tocar junto con él un clásico de Soda Estéreo, alternar con Fito Páez o armar un “pogo” de magnitudes demenciales al hacer un impecable cover de Seek & destroy de Metallica; pero mientras transcurría su show y veía que incluso a los que no nos gusta su música rumeábamos inconsciente y casi que automáticamente sus canciones, me di cuenta de que también es un producto preconcebido industrialmente que debe su fama y su éxito a la sobreexposición mediática, a la “payola”, a la repetición forzada de sus canciones, a los millones de dólares invertidos en producción musical y su imagen, al igual que a su cara bonita.
Luego, cuando en mitad del espectáculo aseguró que a sus quince años era más metalero que cualquiera de los presentes se me reveló como un muchacho rockero de Medellín lleno de talento que fue secuestrado por la industria musical y al que le cortaron el pelo, le quitaron la camisa manga sisa y la chaqueta de cuero, y lo pusieron a producir cancioncitas pegajosas y fáciles de digerir, de esas que les gusta sonar en las secciones de entretenimiento de los noticieros de televisión.
Rock al Parque cumplió 25 años y en esta edición escuché a los asistentes cantar con devoción verdaderos himnos de nuestro rock como Ay qué dolor, Florecita rockera o Vestido de cristal, canciones que se hicieron campo en el corazón de la gente porque irrumpieron en su momento, porque nacieron de manera orgánica y no industrial, porque se popularizaron en los bares o en los casetes que se multiplicaban de manera pirata y no porque se pagaran millonadas a las emisoras y en los canales de videos para que las repitieran una y otra vez en la programación; canciones que al igual que el mismo festival fueron apuestas revolucionarias que se originaron en el corazón de muchachos amantes del rock y que a punta de la obstinación propia de la juventud se hicieron camino a pesar de la industria y no gracias a ella; canciones que Juanes renunció a escribir cuando dejó de llamarse Juan Esteban Aristizábal.