Siempre que nuestro primer mandatario habla, el resto de los colombianos debemos pasar por un difícil proceso de comprensión. Primero, el presidente mismo debe tratar de decidir qué es lo que piensa; luego, qué es lo que intenta decir; después, lo que quiere decir, seguido de lo que puede decir; para después, ahora sí, abrir su boca y expulsar el fruto de tan tortuoso proceso.
El problema es que ahí no terminan nuestras tribulaciones. Cada vez que el mandatario hace una declaración, sea local o internacional; en español o en cualquiera de los otros idiomas que domina con gangosa fluidez, debemos pasar por el mismo proceso, esta vez a cargo de sus traductores oficiales, oficiosos o de oficio. Y entonces el pobre ministro o funcionario de turno debe salir corriendo con una escoba dialéctica a barrer para un rincón las palabras descuadernadas del mandatario, levantarlas del piso con un recogedor de basura y tratar de organizarlas de tal modo que se le pueda dar sentido a la más reciente declaración presidencial, cuidando que esta versión mejorada y corregida incluya las palabras, pero le disimule su obvio sentido contradictorio. Por el bien del país, a nuestro actual presidente se le debería prohibir expresarse en público, a menos que lo haga para leer al pie de la letra un discurso preparado por alguien con mejores capacidades de comunicación. De esta forma, no habría que salir corriendo a corregir las desatinadas alocuciones del primer mandatario. Por lo menos, bajar de la comitiva presidencial a uno o dos lagartos para acomodar un telepronter. A ciegas y sin tener que escoger a quién se baja del generoso FAC 001, de seguro que va a ser de mucha mayor utilidad el cambio.
Y no se trata de criticarlo por pretender que él puede decir lo que se le dé la gana. Es que además de ofender al pobre idioma español y al oído del ciudadano, las declaraciones insensatas, desatinadas e incongruentes del primer mandatario rara vez significan lo que intentan comunicar. Decir sin sonrojarse en la ONU que la guerra en Colombia se acabó; o en Inglaterra que el No ganó con mentiras; o que los acuerdos se pueden refrendar e implementar de tres maneras; solo provocan que su sufrido ministro del interior deba salir rápidamente a aclarar que eso no fue lo que quiso decir, que vamos camino a la paz, y que solo el Congreso puede implementar los acuerdos. Además, el ministro crucificado defiende a su presidente afirmando que su jefe puede decir lo que se le dé la gana, ya que los demás lo han tratado muy mal últimamente. Maravillosa teoría para un laureado con el Nobel de Paz.
Resulta muy difícil para una persona con semejante divorcio
entre lo que piensa y lo que dice,
ser el vocero de un país, o siquiera de una parte del mismo
Resulta muy difícil para una persona con semejante divorcio entre lo que piensa y lo que dice, ser el vocero de un país, o siquiera de una parte del mismo. Los que no votaron por Juan Manuel Santos aceptaron la decisión mayoritaria de las urnas hace dos años, así no se sientan representados ni interpretados por el mandatario. Pero así es la democracia. Lo que cada vez resulta más obvio, según se desprende de las encuestas de favorabilidad de los personajes de la política actual, es que cada vez será más difícil para los actuales líderes alcanzar un número de votos que les garantice, no elegibilidad, sino respaldo popular suficiente para gobernar con el apoyo requerido para derrotar a las maquinarias politiqueras, únicas beneficiarias de este tira y afloje entre la institucionalidad y los terroristas. Mientras todos nos concentramos en tratar de traducir al cristiano la última perorata del presidente, por la puerta de atrás de Palacio salen los arrumes de contratos con destino a los mismos delincuentes de siempre.
Tomemos un preocupante ejemplo. El youtuber chileno Germán Garmendia, de 29 años, perpetrador de unos videos ramplones, aburridores y carentes de imaginación, que hizo colapsar la reciente Feria del Libro en Bogotá, tiene más de 45 millones de seguidores en las redes sociales, casi dos veces y media la población de Chile, en donde se supone residen la mayoría de sus fanáticos. En cambio, al presidente Santos lo aprueba como gobernante no más de un discutible 34 % de la población, advirtiendo que su gestión frente a la paz y al manejo de la economía se rajan peor que su imagen.
Creo que fue el músico Kurt Cobain quien dijo que no se podía confiar en nadie mayor de 27 años. Por ello, no sería de extrañar que surgiera un youtuber, o instagrammer, o tuitero colombiano menor de 30, capaz de conseguir en las redes sociales la cantidad de votos necesaria para hacerse elegir presidente por abrumadora mayoría, dejando de lado a los engrasadores de la maquinaria burocrática y cambiando el rumbo del país, con más entusiasmo que método.
Si Donald Trump o Juan Manuel Santos pueden ser presidentes de sus países, ¿por qué no puede serlo la versión criolla de Garmendia?