A veces veo, más por desidia que por genuino interés, los programas de habladurías de fútbol que canales de televisión gringos, como Fox o ESPN, escenifican en Colombia, con periodistas o no periodistas colombianos. Se trata de verdaderas copias al carbón de los modelos que en Argentina se usan desde hace décadas, en los que todos los participantes hablan a la vez y nadie dice nada de profundidad. Un sainete con el que a veces pierdo el valioso tiempo de las noches. Debo agregar que, cuando me detengo en estas presentaciones, no puedo abstraerme de la lástima que inspiran ciertos comentadores colombianos que descaradamente intentan imitar a los argentinos que deben de tener de jefes, y no solo en las palabras que estos usan, y en la forma de usarlas, sino hasta en el acento de inmigración reciente que tienen aquellos. Me conmuevo al ver dichos ensayos por, como dicen los australes, dejar de “no existir”.
Durante las últimas semanas, a más de haber oteado las densas superficialidades a que me refiero, he descubierto, no sin asco, que una vergonzosa cantidad de los colombianos que parlotean en esas tribunas televisivas internacionales descontroladas lo hacen sin guardarse, aunque sea por decoro, sus pasiones más inconfesables, como la del inagotable regionalismo. Diría uno que a estas alturas tal niñería no existe, si no por simple consumición, al menos por el respeto propio que implica no escupir odio, ahí, como quien no quiere la cosa, a los que no hablan, piensan o sienten como uno mismo. Es una cuestión de honor que representa más amor propio que, incluso, consideración por el otro. Pero parece que estas son materias demasiado complejas para los del micrófono abierto, sobre todo cuando están escondidos en un estudio de grabación en Bogotá, o en otro lado, y no cara a cara frente a la causa de su patente amargura.
Los muchachos de los canales de televisión a que me refería son, en buena parte, reencauches de la radio, exfutbolistas que no dieron la talla para técnicos, o beldades a las que quizás sacaron de la sección de farándula de los noticieros (y que, ahora, de pronto, saben de fútbol). A algunos de ellos los he visto muy confundidos con el asunto de que el Júnior de Barranquilla (uno de los equipos caribeños más importantes) haya logrado llegar, simultáneamente, a dos finales: la local, contra el Medellín; y una internacional, que hoy se juega en Brasil ante el Atlético Paranaense. He notado que no han podido disimular muy bien su inquina, y pensando con el deseo, viven preguntándose qué pasaría si Júnior perdiera las dos series. Yo les digo: ¡nada! Ni mataremos al árbitro, ni haremos una tragedia del transporte público. Nada. Si las ganamos, celebramos. Si las perdemos, lo afrontamos con sereno valor. ¡Y en ningún caso renunciaremos a pensar!
Paralelamente, un fulano radial de Medellín, un tal Rafagol, de apellido nosequé, me ha recordado recientemente al legendario bocazas llamado Poncho Rentería (ese que una vez provocó que en Barranquilla quemaran ejemplares de El Tiempo), con sus insultos contra nuestra identidad cultural. Me pregunto si Rafagol fue tan agresivo cuando, en 2014, unos británicos dijeron de su ciudad que era “el burdel a cielo abierto más grande del mundo”. Supongo que no. De cualquier forma, hay que prevenir a tantos frustrados con el Caribe: no vaya a ser que a algún paisano le dé por enseñarles, como en 1993 le tocó aprenderlo al Bolillo Gómez (vía puñetazo limpio), a ser serios y a respetar.