La inmensa expectativa que ha generado la elección presidencial de Estados Unidos a nivel mundial, impulsada por el insistente cubrimiento mediático, permite revisar hoy en Colombia nuestros problemáticos procesos electorales a la luz de otra experiencia.
Más allá de la incertidumbre del foto finish, la beligerancia de los pronunciamientos de bando y bando, y las argucias legales, y aún más allá de los mismos resultados, este proceso de votación se ha vivido como una ajustada contienda, una pugna de bandos más que una expresión democrática, y un conflicto que rememora algo de lo que es la política en Colombia: el intercambio de acusaciones entre los líderes políticos, la desinformación y la sobreinformación falsa o sin contexto, la polarización ideológica que hace arduo el diálogo plural y deriva en la separación de la población en extremos que poco a poco se vuelven irreconciliables, y lo ajustado de los resultados de la votación que no permiten establecer con claridad una decisión sobre el rumbo colectivo de la sociedad.
Diversos titulares en todo el mundo lo muestran como un triunfo de la democracia sobre un autócrata: Donald Trump, un odiado y un pendenciero sin escrúpulos, que no evitaba denigrar a las minorías, a sus enemigos y a las mujeres, y que en la confrontación encontraba su discurso. Y si bien el actual presidente de los EE. UU. es eso y más, pensar que triunfaron los valores democráticos sobre el autoritarismo es una perspectiva simplista y poco constructiva de lo que sucede.
Setenta y dos millones de votos diversos no hablan de un político, sino de la inconformidad que sienten acerca de un modelo de hacer democracia y de hacer política que los ha olvidado y ha relegado al olvido durante décadas. Y es que a diferencia de lo que se pueda especular, los votos del Partido Republicano en esta elección no se deben en su mayoría al votante blanco y conservador de la Norteamérica profunda —que con tanto gusto el progresismo suele representar como inculto—, pues este solo es el 35% de los votos obtenidos, según datos de El País. Por el contrario, la agrupación política ha llegado a uno de sus mejores resultados históricos al incrementar su apoyo un 4% entre los asiáticos, 12% entre la población afroamericana y 13% entre los latinos con respecto a hace 4 años.
Cerrar los ojos ante la inconformidad de casi la mitad de los votantes y querer explicar su decisión solamente como ingenuidad política o falta de criterio al dejarse engañar por la retórica incendiaria, emocional y populista es el peor error que puede cometer la sociedad estadounidense en este momento; lo que allí se manifiesta es una rotunda protesta en contra de la hipocresía de la democracia liberal y de la tiranía de sus principios arrolladores que ha enarbolado discursos de inclusión, progreso y pluralismo, pero que ha traído desigualdad y la ampliación de la brecha de pobreza (40 millones de personas viven bajo la línea de pobreza, según el relator especial de la ONU para extrema pobreza), arrebatando a gran parte de la población el llamado sueño americano para dárselo a unos pocos.
A casi la mitad de la población votante del país norteamericano, el discurso de la democracia hoy les suena hueco, tal como a más de la mitad de los votantes en Colombia el discurso de la paz no los representó en el plebiscito de 2016. Y no es que no quisieran la paz, querían otra paz que los incluyera mejor, tal como en EE. UU. quienes votaron por Trump no quieren tiranía, sino que quieren otra democracia menos elitista, conceptual e internacional y más cercana a sus problemas diarios.
Nuestras democracias requieren discusiones profundas y abiertas que nos permitan entender al otro que habita con nosotros en nuestros países, de manera abierta y sin prejuicios políticos, aún a aquel que denigra de la democracia porque no le ha servido para nada. Este diálogo parte de que los modelos democráticos dejen de imponer decisiones de las mayorías de manera tajante con el peso de tiranías, y logren la apertura de espacios reales de participación de todos y todas y toma de decisiones plurales. También parte de que aquellos que defienden la democracia eviten estigmatizar y denigrar al otro como lo están haciendo con Trump, desde una lógica de vencedores inclementes, pues a través de él se burlan de sus votantes, les quitan su dignidad como sujetos políticos y los excluyen, convirtiendo ya la próxima votación en una revancha. Es por esta razón que cada vez más las democracias se están convirtiendo ellas mismas en un inusitado factor moderno de conflicto que amenaza con quebrar a muchas de las sociedades del mundo.
Hoy las democracias requieren cambios de fondo para no desaparecer: menos votaciones y más debates abiertos y diálogo, menos representatividad individual y más compromiso colectivo, pero sobre todo menos ideales vacíos de universalidad y mayor materialidad local para frenar la concentración exacerbada de riqueza en unas pocas manos y crear contextos de oportunidades para todas y todos. Si las democracias no se dan cuenta de que votar en contra no es ignorancia sino una crítica con fundamento, entonces son iguales a las sordas tiranías y están condenadas a populismos y extremismos.