La tierra del olvido

La tierra del olvido

Aunque en el país se hable sobre memoria colectiva, los políticos se encargan de borrar día tras día sus actos de corrupción y de distraer a la opinión pública

Por: Omar Orlando Tovar Troches
agosto 23, 2021
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La tierra del olvido
Foto: Leonel Cordero

Me pego absolutamente a la apreciación de Elizabetg Gerling respecto a la memoria, cuando plantea que, en estos tiempos de incertidumbre epistemológica, el imperativo ético de quienes intentan retratar la realidad es: “Cuidar de especial manera la memoria colectiva y señalar posibles manipulaciones.[1] Tarea bastante difícil en sociedades como la colombiana, que han transitado su destino siendo tristemente adiestradas en creer a ciegas en la verdad oficial y en dejarse borrar constantemente su memoria para permanecer reducidas a tierras del olvido.

Si bien es cierto que los recuerdos no son cosa diferente que el resultado de un proceso de selección de los eventos que se quieren o se pueden traer y mantener en la memoria, en el ámbito de las sociedades tal proceso siempre ha corrido el riesgo de ser fuertemente manipulado por quienes ejercen el poder político y económico, habida cuenta de sus muy particulares intereses, que requieren que ciertos acontecimientos, ciertas relaciones, ciertas decisiones y hasta ciertas consecuencias no sean recordadas por aquellos a quienes gobiernan, so pena de enfrentar el descrédito, el señalamiento o, como en Colombia, un breve instante de escándalo y una eternidad de impunidad.

Sin querer entrar, por ahora, en el interesante debate acerca de la influencia que han tenido las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones, en la generación de opinión, de percepciones y de poder, resulta evidente que la anhelada democratización de la información, vía acceso a la red mundial de datos, ha resultado ser un arma de doble filo. Por un lado, ahora existe la posibilidad de más acceso a datos, de más espacios para hacer pública la opinión individual, pero al mismo tiempo, tales bondades de la red mundial no son tantas como se ha creído hasta hora, al menos para el caso de la generación de opinión pública y del acceso al poder.

En primer lugar, no toda la información está disponible para todos. Existen sitios que no permiten acceso a cierta información, y no porque sea estratégica, de seguridad industrial, comercial o nacional, sino porque hay que pagar por ella. Ese es el negocio, socio. Por el otro lado, en países del tercer mundo, como Colombia, la crisis de la pandemia, desnudó que tampoco hay acceso universal a la red para acceder a la información disponible (gratis), por lo que esa cacareada democratización de la información y el conocimiento, al menos para el caso colombiano, aún está muy lejos de ser real.

No obstante las precariedades de acceso a la información, quienes la poseen o tienen acceso a ella tienen frente a ellos toda la posibilidad de manipular lo que se puede y/o se quiere recordar. Se borra del inconsciente colectivo, aquello que resulte nocivo para los intereses de los dueños de la información, que son los mismos dueños del poder, a punta de una muy bien orquestada campaña de malinformación y de desinformación, que no son lo mismo, pero que, para efectos de determinar un conveniente proceso de historiografía oficial, han resultado ser muy eficientes y determinantes.

Pocos colombianos se acuerdan del escándalo de Chambacú, protagonizado, entre otros, por Fernando Araújo Perdomo y Luis Alberto Moreno, el primero exministro de Pastrana y Uribe Vélez; el segundo exministro de Gaviria, asesor de Luis Carlos Sarmiento Angulo y flamante expresidente del BID. Muchos menos tendrán alguna noción del famoso proceso del miti-miti en el gobierno Samper, estelarizado por dos de sus ministros: Rodrigo Villamizar y Saulo Arboleda.

Ni qué decir de casos como los de Reficar, Odebrecht, las chuzadas, las compras de votos, las masacres, los bombardeos, los falsos positivos, que, aunque más recientes, son dejados en un segundo plano por casos llamativos como la pérdida de la cuenta de Instagram de alias La Liendra, las peleas de Master Chef, el canaso de Epa Colombia o el intento de preclusión del caso Uribe Vélez.

Pero más grave que la banalización de la tragedia, de la violencia o de la corrupción, por parte de los profesionales de la comunicación es la fuerte manipulación de la realidad que han pretendido y, en cierta manera, han logrado el uribismo y sus aliados, quienes echando mano de una sofisticada y muy poderosa máquina de generar noticias y manipular opinión pública, han podido imponer un relato de la realidad colombiana en los últimos 20 o 30 años, según el cual la culpa de todos los males, habidos y por haber en Colombia, eran y son culpa de las guerrillas o de sus disidencias, del terrorismo internacional, de la injerencia del socialismo del siglo XXI, del castrochavismo, de los cocaleros, de los LGTBIQ, de las feministas, de los antitaurinos, de los proaborto, de los indios o los negros, todos ellos financiados y/o infiltrados por las narcoguerrillas, pero nunca de la corrupción, el amiguismo y los malos gobiernos de los políticos de los partidos tradicionales de Colombia.

Como colofón de estas breves reflexiones, preocupa, aunque parezca increíble poder preocuparse más, que ante un muy probable escenario en el que por fin las víctimas del largo conflicto armado interno podrán empezar a conocer la verdad del mismo, los autores intelectuales de la política de guerra que durante toda la vida republicana de Colombia ha sembrado de desplazamiento, miedo, hambre y muerte a todo el territorio nacional pretendan un borrón y cuenta nueva para todos (ellos) sin aceptar su responsabilidad, reparar a los millones de víctimas o siquiera pedir perdón. Pretende Álvaro Uribe Vélez que, tal y como lo han hecho hasta ahora, él, sus aliados de los partidos políticos tradicionales y sus medios de comunicación, la memoria colectiva de los colombianos se borre y quede como si nada hubiera pasado. Quieren condenarnos no solo a cien años de soledad, sino a ser la tierra del olvido. ¡Ay ombe!

[1] Ver Elizabeth Gerling. (2009). Cien años de soledad y las falsedades de la historiografía

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