Cada vez es más rápido el salto de generaciones por aquello del cambio de costumbres y la fragilidad en la perpetuación de los valores. Es algo que no debería suceder, en tanto la sola tecnología o el avance de las culturas no tendría por qué desarraigarnos de un sustento moral básico.
Eso que vivieron los seres humanos de los años 30 que aún expresan su opinión y son la primera de las generaciones todavía con vida es aleccionador. Seres que atravesaron la gran guerra mundial y la lucha de distintos nacionalismos, que tuvieron una juventud tumultuosa y libertaria con promesa de futuro y vieron el derrumbe de estructuras económicas fuertes, hoy no dan crédito a tanta miseria existente, pues su mundo fue de abundancia y expansión.
Levantaron familias muy grandes y tuvieron una visión siempre generosa, solidaria y apacible de la vida, pues siempre había provisión y techo para todos. Ante la escasez y la precariedad del Estado asistencial siempre hubo durante esos años 40, de formación y necesidad generalizada, un esfuerzo supremo que se tradujo en linajes, consolidación de caros valores de respeto y empeño limpio de la palabra.
Sus hijos, nacidos en los años 50 y 60 fueron los herederos de un patrimonio intangible. Se prepararon y asistieron con convicción y disciplina a las universidades, hicieron del estudio y la especialización de los saberes en las profesiones liberales, una herramienta sólida de crecimiento y con plena conciencia, apostaron a crear familia a pesar del colapso que significó el derrumbe de principios, por aquella tolerante complacencia de los años del rock y el LSD.
Ese estrago cobró su cuota en las conciencias, le quitó sensibilidad al ser humano, ahora inmerso en mezquinas y catastróficas confrontaciones ideológicas y de punzante religión alrededor del mundo. Además, hizo de la división del trabajo un lugar de lucha feroz por el confort y el predominio. Los veteranos formados en esos años son hoy los dueños de la tierra y los medios de producción; la empresa se volvió gigantesca y las alianzas perversas; la política trastornó la convivencia pacífica y la competencia se volvió una forma de vida consumada, capaz de dejar a muchos rezagados en la carrera de su propia consagración.
El obrero y el empleado, no obstante, tuvieron fuentes de trabajo estables, seguridad social y gozaron de respeto en una silenciosa prosperidad. Años de sacrificio y constancia que comportaron transmitir una herencia exigua en cantidad de bienes, pero aún robusta en posibilidades de superación sobre las dificultades diarias.
Los hijos de estos propietarios y trabajadores de empresa nacieron en los 70 y comienzos de los 80. Entendieron muy rápido de que iba el mundo y la escasa posibilidad de imperar. Ahí hubo una seria fractura de principios por cuanto hubo abundancia, ostentación, derroche, una pauta de vida que trastocó la armonía de las aspiraciones individuales. Se acabó la noción de la familia tradicional y en adelante ella se atomizó para dar paso a los núcleos de interés, a la alianza programática y a la rápida sucesión de vidas paralelas y cambios estratégicos en la convivencia privada y de la empresa. El hombre se volvió calculador y artero, y precisó hacerse experto en la especulación con miras a arrebatar el trabajo de otros.
La experiencia ya no contó como valor y el amor empezó a tomar formas difusas, largamente explicadas por el psicoanálisis. En el mercado ya no se vendió la pura producción del grano, la fuente primigenia del trabajo de la tierra y el abastecimiento, sino el eventual rendimiento del capital "invertido en la probable demanda futura del producto colectivo" y su estratégica acumulación. La diversificación transgénica dio al capital otro referente de multiplicación. El hambre en el mundo dio lugar al enriquecimiento instantáneo de unos pocos. El conocimiento, el valor artístico, la forma de entrega de bienestar, dejaron de ser fuente de crecimiento de la humanidad y pasaron a ser medios de proliferación y pura herramienta de cotejo de las debilidades del contrario.
Los hijos de esta generación nacieron comenzando el siglo XXI y carecen por igual de valores y sensibilidad. Al carecer de una exigencia de disciplina que ya no se inculca, no hay lugar a fortalecer el soporte ético de las conciencias. Los hijos de este siglo viven atentos al decurso de los cambios pero no responden a un núcleo de arraigo a aquello que la vida formativa demanda. Tienen enormes habilidades y destrezas pero decaen en sus propósitos y raramente cultivan algo distinto a una expectativa de pasarla bien.
El entorno en el que se mueven los apegos y querencias de estos chicos es poco estimulante. El deterioro del planeta se hizo evidente en sus recursos, en las políticas de renovación y cuidado, en las formas de relación que propendan por la conciencia de una mejor relación entre los seres humanos. Ser dueño de herramientas y destrezas con el empleo de exiguos recursos en verdad no ayuda a forjar temple.
La apropiación de la tecnología, antes fuente al servicio del hombre y hoy medio de su enajenación, generó apatía, cansancio respecto del intercambio de experiencias y a la vez afán de apropiación y reconocimiento en el entorno. Por eso la sociedad se vacía de creación y expresión vital y decae en la conservación de los valores sencillos de solidaridad y aprecio.
Hace crisis entonces el sentido de trascendencia del ser humano: la música ya no es arte sino mercancía, la poesía pierde relieve en la expresión de un sentido de la vida apacible, la literatura es apenas remedo de un espacio de recogimiento. No hay un relevo que vitalice eso que somos cómo especie inteligente, pues nosotros mismos nos hemos impuesto la levedad como estilo de supervivencia.
Los chicos que hoy, en los años 20 crecen y hacen muy rápido el tránsito hacia el apacible disfrute de todos los medios interconectados de disfrute, ya tienen en icónicas figuras de la pantalla que hablan con acentos extraños a sus héroes influenciadores de vida plana, ya saben que el tiempo de familia es una insufrible condena y muy pronto abandonan el miedo, se tornan irritables y caprichosos y su ansiedad los lleva de la mano a ser el eje de atención de padres que no atinan a aquietar tanto "genio". Pero están solos y aún no sabemos en dónde hará crisis su existencia sin ejemplo de rigor y paso a paso.
Ahora mismo nos preguntamos: ¿vale la pena conservar el básico instinto de supervivencia ante la falta de piedad y la práctica utilitaria que se sucede en la relación diaria de nuestra especie, en la carrera loca de ser ella dueña de las cosas materiales que probado está, no nos hacen felices?
De tanto deprecio, es momento de cuestionarnos: ¿qué rescatarán de una afanosa historia, tras el predominio de la inteligencia entregada a los aparatos, esas generaciones por venir?