Acababa de llegar a Londres, tenía 30 años y las ganas de comerse el mundo. El verano estallaba en Hyde Park y Bernardo Hoyos organizó un viaje hasta Crikvenica, en la entonces Yugoslavia comunista, a orillas del mar Adriático. Lo acompañaba una amiga canadiense y otra inglesa con la que se encontró en Ginebra, Suiza. A otro día de llegar comieron en la playa. El pescado a Bernardo le supo raro. A las dos horas tenía fiebre y la visión borrosa. No quiso quedarse en Yugoslavia y se trasladó inmediatamente a Italia. En Roma lo atendió el embajador colombiano, el escultor Rodrigo Arenas Betancourt quien lo llevó al consultorio de Atilio Marino, en el barrio Barioli, un hombre experto en atender colombianos. Le mandó dos inyecciones para el hígado. Esa noche Bernardo Hoyos durmió bien. Se despertó al otro día y se puso las gafas. Sintió que tenía en cada pupila una monedita de cinco centavos. Se limpió los lentes pero nada. No veía. Llamó al médico Marino quien le recomendó al oftalmólogo que atendía al Papa de apellido Vietti. El dolor le taladraba la cabeza y la noticia que le dio el médico mientras escrutaba sus ojos fue más demoledor: "distacco di retina a il secondo”. Tenía un desprendimiento de retina doble. Había adquirido el síndrome de Vogt Koyanagi Harada, descubierto por un médico árabe en el año 940 a.C. y que atacaba a una persona entre un millón y que, en la mayoría de los casos, causaba ceguera.
Bernardo Hoyos se aterró. Su vida pasaba por los ojos. Desde que nació en Santa Rosa de Osos en 1929 tenía dos amores: la radio que escuchaban incansablemente usando un inmenso aparato Philco al que había que esperar por lo menos cinco minutos para que se calentaran los tubos. Allí escuchaban, junto a sus dos hermanos gemelos, desde la Radio Nacional hasta la BBC y los cuentos de Stevenson y Chesterton que leía en voz alta Luis Hoyos, su padre, un notario que siempre había soñado con ser abogado y que quería que su hijo fuera lo que él nunca pudo ser. Bernardo a los 15 años quería estudiar arquitectura, le interesaba el arte, la música. En su colegio coincidió con Fernando Botero. Se quedaba tardes enteras viendo como su compañero pintaba paisajes, rostros. No, el derecho no le interesaba, pero en esa época los muchachos no tenían demasiada maniobrabilidad.
En la Universidad Pontificia Bolivariana encontró un consuelo: la emisora que él mismo potenció y de la que se convirtió en su director más joven. Alentado por Monseñor Henao Botero, rector de la UPB en la década del cincuenta. Una emisora pequeña de cinco kilovatios en donde el joven Bernardo Hoyos enseñaba todo lo que sabía de canto gregoriano, canción francesa, Bach, su gran pasión y su amor prohibido, Duke Ellington, en una época en donde el jazz todavía estaba satanizado en Colombia. En 1956, después de presentar una tesis poco común, El derecho en la España visigótica y la obra jurídica de San Isidoro de Sevilla, se graduó y viajó, auspiciado por una beca que se ganó, a Dallas a hacer una especialización en derecho comparado. Era una coartada. La beca era tan buena que alcanzó a ahorrar y en 1958 viajó a Europa a ver las catedrales, los cuadros y hasta las calles por donde paseaba Proust, su héroe literario.
Pero el destino le tendría una trampa infame. El doctor Vietti, en Roma, después de confirmarle que lo que tenía era muy grave le aconsejó que, si no tenía seguro, se devolviera a Bogotá. Cuando aterrizó en el Dorado quien llegaría a ser el más prestigioso de los periodistas culturales colombianos, no veía nada. Sin embargo, tenía la fe intacta. Acá lo atendió un oftalmólogo de confianza, el doctor Álvaro Rodríguez González, con quien recuperó parte de la visión. El realismo para entender su problema le sirvió para afrontar lo que vendría. Con los años Bernardo sólo podría ver un 20% en su ojo derecho mientras el izquierdo se apagaría para siempre.
Y así trabajó en publicidad, en la agencia Mccann Ericsson y fundó Diriventas. Entrevistó a todo el boom y dirigió, hasta el día de su muerte, la emisora cultura de la Jorge Tadeo Lozano. Su ceguera incluso no le impidió formar toda una generación de cinéfilos en su Cine Arte, junto a Diana Rico, en Caracol. A seis años de su ausencia los amantes de la cultura siguen suspirando por su voz potente, por su presencia eclesiástica, por su buen gusto y sabiduría. Tenía 80 años Bernardo Hoyos y aún seguimos creyendo que se fue muy pronto.