Parecía que todos los males habían caído sobre Chiquinquirá. La virgen, impotente, abría los brazos. Dios no puede hacer nada contra la naturaleza ni contra el descuido de los hombres. Cuatro meses después del terremoto que destruyó la ciudad vendría un mal todavía peor. El sábado 25 de junio de 1967 el municipio se levantó comiendo el pan de su panadería favorita, La Nutibara. No sabían que la harina con la que habían amasado el pan se había mezclado con Felidol, un peligroso insecticida que viajaba en el mismo camión que lo hacía la harina y que, antes de llegar al pueblo, uno de sus frascos se había roto permeando el alimento.
Muchos niños desayunaron el pan mojado en el chocolate sin saber que estaban condenándose a una muerte instantánea. Cuando la gente se desvanecía en las calles, botando sangre por la boca, en la mañana de ese sábado, creían que le había caído arsénico al río de donde sacaba el pueblo el agua. No era eso. Chiquinquirá ignoraba que Joaquín Merchán, el panadero de Ntibara, era el primer muerto que había dado la tragedia después de que amasó la harina.
Al final de la semana el saldo de muertos no podía ser más catastrófico: casi 300 de los cuales más de 70 eran niños. La foto que tomó el reportero de El Tiempo Carlos Caicedo, del niño Carlos Alfonso Romero desvanecido en un sofá, le dio la vuelta al mundo e incluso fue publicada en la revista Life. Romero sobrevivió. Una hermana de él, de cuatro años, estuvo entre las víctimas. Sus hermanos sobrevivieron pero tuvieron que padecer, como otros 350 intoxicados que salvaron sus vidas, terribles secuelas el resto de sus días. A Romero el diario El Espectador le hizo un homenaje cuando se cumplieron 50 años del hecho.
La memorias es frágil y el descuido que generó la tragedia fue una dolora enseñanza para todo un país. Desde entonces se impusieron medidas de seguridad para el transporte de carga y el Felidol fue restringido sólo para sistemas de riegos complejos. En Chiquinquirá todos recuerdan ese infausto día.