En el año 2.000 Diego Maradona se enfrentaba a una nueva desintoxicación en Cuba. Allí recibió a los periodistas Daniel Arcucci y Ernesto Cherquis Bialo y decidió contarlo todo. Fueron nueve meses de intenso trabajo que terminaron con uno de los libros más importantes que se escribieron jamás sobre fútbol: Yo soy el Diego de la gente. Es la voz de Maradona, única e inconfundible, lo que se escucha en las más de 300 páginas donde habla sobre sus rencores, sus amores, sus adicciones.
En uno de los apartes cuenta la tarde en la que fue recibido por el Papa Juan Pablo II. Diego iba acompañado por sus papás. Quedó impresionado por los techos de oro del Vaticano. "Si vendiera una parte erradicaría el hambre en el mundo" y pensó en Juan Pablo II, el Papa viajero, llegando a Africa y besar el suelo. "Una boludez". Además le dio un rosario a sus papás y otro a Diego. Cuando Maradona lo vio no le notó nada especial, se acercó a su mamá y le dijo "Tota, muéstrame tu rosario" era exactamente igual al de él. Los había timado. Además su discurso le sonaba hueco, monótono. No le vio ningún tipo de espiritualidad.
Durante los sesenta años que vivió Diego Maradona fue un futbolista sui generis. Siempre vivió como quiso y dijo lo que pensaba así le costara caro, como no poder entrar a los Estados Unidos. Apoyó sin restricciones a gobiernos tan polémicos como el de Fidel Castro en Cuba o Chávez en Venezuela. Tenía a Fidel tatuado en su piel al igual que el Ché. Fue un iconoclasta de la humilde Villa Fiorito que se transformó, a los 26 años, después de hacerle un gol con la mano a los ingleses, en el héroe de los argentinos. Diego vivirá por siempre.
Todas esas impresiones sobre Juan pablo II las dijo públicamente en una entrevista en 1993: