La comisión liberal, encabezada por Darío Echandía, heredero natural del líder inmolado, entró a Palacio a las nueve de la noche. En la calle las balas del Ejército, el whisky y un torrencial aguacero, habían apaciguado la revolución. En una que otro barrio se escuchaban esporádicas balaceras; solo eran los intentos desesperados de los francotiradores, completamente incomunicados, apostados en las azoteas de los edificios que aún creían que los cuerpos de Laureano Gómez y Ospina Pérez colgaban de los postes de la luz de la avenida Séptima, tal y como lo había dicho desde la radio nacional un enardecido y ciego Jorge Zalamea Borda.
Mariano Ospina Pérez, fumando un cigarrillo tras otro, estaba en una de las salas de palacio esperando la comisión liberal. Al llegar ésta, el Presidente se levantó y los saludó cordialmente, tal y como lo obligaba su educación adquirida en los mejores colegios de Europa. Los invitó a sentarse, la comisión aceptó, un mayordomo elegante les ofreció canapés y licores. Todos muy finos, importados, no podía ser de otra forma.
Afuera los liberales intentaba desesperadamente buscar un líder que los organizara. No entendían muy bien por qué la plana mayor del liberalismo, entera, estaba en Palacio. En estos momentos lo ideal hubiera sido que Echandía entrara solo a hablar con el Presidente y que Lleras Restrepo junto a Luis Cano se quedaran en la calle, informando a la masa, evitando que el Ejército traidor matara a una persona más.
Mientras la traición se fraguaba, los centros de salud y hospitales se llenaban de heridos y de cadáveres. Hernando Téllez, el genial y olvidado escritor caleño, contó que en las urgencias de un hospital vio a un hombre de unos 45 años con el pecho abierto, se le veía la carne por dentro y la sangre manaba de él. El hombre miró a Tellez y le dijo: “Mire señor, esta sangre es bendita…el machetazo me lo pegó un cura” y es que los sacerdotes cumplieron una labor fundamental el nueve de abril, no solo desde el punto de vista espiritual sino militar. Usando un panóptico como el del campanario del Colegio San Bartolomé, dispararon contra el pueblo. La iglesia volvía a ponerse del lado de los poderosos, dándole la espalda otra vez a los más necesitados.
En la Clínica Central, cientos de fanáticos intentaban sacar el cuerpo del caudillo asesinado para ponerlo al lado del de Juan Roa Sierra. Ya no se luchaba por nada, había empezado el pillaje, el saqueo, las violaciones, los asesinatos por placer. En Palacio, Lleras Restrepo veía desde la ventana como un fulgor teñía de rojo la oscuridad de la noche. Eran los incendios que se extendían por todo el centro. Al no haber accedido al poder el pueblo simplemente se vengó. Ahora vendría una guerra de sesenta y cinco años a la cual somos adictos. La traición de Echandía y sus secuaces al haber aceptado el Ministerio de Gobierno y haberse contentado con la renuncia del canciller, el odiado Laureano Gómez, eran detalles que formaban parte del complot. El pueblo no es tonto, el pueblo lo supo desde un comienzo.
Los horrores de la noche habían hecho que el alba del diez de abril fuera más pálida de lo habitual. Los rumores en la calle y en la radio eran confusos. Unos decían que el doctor Eduardo Santos había abandonado su lujoso apartamento en Nueva York y venía directamente a ejercer el poder, otros hablaban de que la comisión liberal se encontraba retenida en Palacio. La verdad era que a esa hora Echandía, Cano y Lleras desayunaban bocadillos veleños que era el único alimento que se encontró esa mañana del sábado diez de abril en las destruidas calles bogotanas. Después de que acabaron tres cajas dejaron las oficinas de El Tiempo donde habían ido después de salir de Palacio y se fueron a dormir lejos de sentir cualquier tipo de resentimiento, al contrario, estaban felices porque la amenaza gaitanista había desaparecido para siempre.
El sepulturero del cementerio central también estaba contento. Nunca había tenido tanto trabajo. Los muertos se apilaban en el jardín principal. Nadie contó los muertos que hubo ese viernes, algunos dicen que la cifra sobrepasó los tres mil. Entre esa macabra montaña solo uno estaba desnudo. Su cara estaba completamente desfigurada por los golpes y al parecer no le había quedado un solo hueso sano en el cuerpo. Era el cadáver de Juan Roa Sierra.
El joven rosacrusista y simpatizante de los nazis quien a veces se creía la reencarnación de Gonzalo Jiménez de Quesada y otras tardes estaba convencido de ser Francisco de Paula Santander, había comprado un revólver días antes del magnicidio con la plata que le había recogido su madre para que tomara un curso de choferismo y así tener como vivir. En sus veintiséis años de vida no había hecho nada productivo y eso lo mortificaba. Decía que él estaba para cosas más grandes que manejarle el automóvil lujoso a algún ricacho de esos. De carácter introspectivo Roa Sierra era el menor de doce hermanos en una familia donde más de uno había sido internado en los pabellones del manicomio de Sibaté.
No es descabellado pensar que no hubo complot. De pronto el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán fue la iniciativa de un solo hombre, un fanático que sufriendo un ataque de egocentrismo haya querido pasar a la historia al menos como el asesino de un hombre famoso.
Es probable que ningún estamento del gobierno se haya acercado a ofrecerle dinero a Roa, pero también llega a ser cierto que una forma de matar que tienen los dueños de los medios de comunicación es la incitación constante a la violencia.
Desde el senado y desde su periódico El Siglo el canciller Laureano Gómez en sus largos e hipnóticos discursos hablaba de fraude, de impedir que la chusma y los ateos se tomaran palacio. Monseñor Builes desde el púlpito se atrevió a decir que: “No era pecado matar liberales”. Sí, probablemente la iniciativa fue de un sicópata que asistía a las conferencias del Doctor Gaitán y que se desilusionó cuando al pedirle trabajo el caudillo le dijo que no podía ayudarlo porque, a diferencia de otros políticos, él, clientelista no era. No fue su iniciativa pero la radio y diarios como El Siglo le incubaron la idea del magnicidio.
En ese sentido fue un crimen perfecto.
Bogotá desde ese día se convirtió en un monstruo inmenso, cargado de violencia, de edificios feos, de conurbación exacerbada. La energía descargada hace sesenta y siete años por un pueblo que espontáneamente, sin preparación alguna, quiso hacer la revolución, todavía se siente en toda la avenida Séptima.
También las implicaciones de la cobardía de la comisión liberal que ingresó a Palacio en la noche del nueve de abril se han dejado sentir en estas seis décadas y media de conflicto. Las revoluciones no se pueden reprimir, el país necesitaba en ese momento un cambio de poder, el hombre encargado de esto era Gaitán, al ser asesinado esa responsabilidad fue asumida por el pueblo y el partido liberal le dio la espalda. La represión a los policías, militares, gente del común y políticos que se amotinaron ese día se hizo sentir durante años. Fueron degradados, olvidados, presos y asesinados todos los que indignados y resueltos marcharon hasta el palacio presidencial exigiendo la renuncia del Ospina Pérez y su régimen represor. El no haber sabido leer ese momento histórico constituyó un precio muy grande, un precio que todavía estamos pagando.
Ahora Colombia necesita estar preparada para la paz. Tiene que saber la verdad, recordar, es el momento de recordar cual fue el origen de las guerrillas liberales que después se constituirían en las Farc, en el ELN. La impunidad llevó a esos campesinos de todas partes del país a armarse, porque si fueron capaces de matar a Gaitán… ¿Qué suerte podrían correr esos pobres labriegos que ni para comer tenían?
Todo aquel que hable en contra del proceso de paz no solo ignora las raíces del conflicto sino que tiene las manos untadas de sangre. No los culpo, en sesenta y siete años de guerra civil es apenas lógico que un pueblo se vampirice.