Es el segundo salto de la final. Se da unas palmadas en las piernas, para despertarlas, recordándoles que hoy tienen que estar a tope. Mira para la tribuna buscando a Ubaldo Duany su entrenador, su amigo, su sombra. Él fue el hombre que en el 2008, después de ver frustrada su posibilidad de clasificar a los Juegos Olímpicos de Pekín, cuando todavía practicaba el salto alto, la convenció de que incursionara en el salto triple. Catherine Ibarguen entrenaba día y noche, sacrificó su vida social, sus posibles romances, incluso sus estudios por estar en la elite del atletismo. A pesar del sacrificio su mejor registro fue de 1.93, suficiente para clasificarse a un mundial pero muy bajo para pretender una medalla olímpica.
Al principio no se tomó en serio la propuesta de Duany. Ella no podía cambiarse así, de buenas a primeras de una disciplina a otra. Desengañada decidió dedicarse de lleno a la carrera de enfermería. La universidad metropolitana de Puerto Rico le brindaba esa posibilidad. El entrenador supo insistir hasta que de mala gana, la que hoy es conocida como La reina de ébano, empezó a asistir a los entrenamientos. Los resultados demostraron que el cubano no estaba loco. Después de tres años de una durísima adaptación empezaron a llegar las medallas. Oro en los Panamericanos de Guadalajara, Bronce en el mundial de Daegu en el 2011, plata en los Olímpicos de Londres y cuatro primeros lugares en la Liga Diamante 2013 eran suficientes motivos para pensar que esta tarde en Moscú la Ibargüen tenía razones para creer en que podía ser por fin la mejor del planeta.
Ubaldo oculta su nerviosismo tras unas gafas negras. Le hace un dos con sus dedos. En ese lenguaje de señas que revela una intimidad, un trabajo compartido ella parece entender el mensaje. El milimétrico error que le costó el haber sido invalidado su primer intento no podía volver a repetirse. La mejor atleta que ha tenido Colombia en su historia comienza a mirar el camino a la gloria.
-Vamos negra- se dice así misma esgrimiendo su ya tradicional grito de batalla. Toma aire y arranca la carrera. Una vida entera en un puñado de segundos.
Atrás quedaron las privaciones con las que se acostumbró a vivir desde que era niña en su Urabá natal donde nació hace 31 años. Por esa época en esa región del occidente antioqueño la violencia se extendía como un manchón de sangre por la zona. Cientos de trabajadores de las bananeras perdieron la vida por obra de los grupos armados que proliferaron en la zona. Su papá, William, tuvo que exiliarse a Venezuela para no ser acribillado o desaparecido como muchos de sus compañeros.
Para William no fue fácil tomar esta decisión. En Apartadó dejó a su mujer Francisca Mena y a su hija. La joven madre tuvo que ponerse a hacer aseo en las casas de las señoras bien del pueblo. Así se ganaba lo suficiente para poder sostener a su hija. Para poder trabajar Francisca dejaba a la pequeña Catherine en la casa de su suegra, Ayola Rivas. En esa casa del humilde Barrio Obrero, la futura atleta pasaría una infancia feliz aunque con limitaciones de todo tipo.
Allí en esa casa donde vivió hasta los catorce años, pasaba sus tardes jugando al Yeimi. “Un juego que consistía en derribar con una pelota una torre de tapas de gaseosa. Una vez las tapas caían uno tenía que esconderse para que no lo poncharan con la pelota”. Aunque nunca ganó un trofeo o una medalla por jugarlo, el Yeimi la convenció de que podía ser muy veloz.
Desde la casa de su abuela en Apartado su familia y amigos la estuvieron apoyando toda la competencia
Nueve centímetros y medio antes de pisar la raya, Catherine Ibarguen ha empezado su salto triple. El estadio Luzhniki de Moscú está expectante. Los pies han despegado del suelo y la negra ha comenzado su vuelo. Un segundo después sus largas piernas se han estirado hasta tocar los 14 metros con 85 centimetros. Nerviosa observa al juez de silla. Dos banderas tiene en su mano. Con el corazón a punto de salírsele del pecho espera el veredicto. El juez ha levantado la bandera blanca. El salto ha sido válido.
No ha sido el salto más largo que ha dado en su exitosa carrera. El 13 de agosto del 2011 en Bogotá, la subcampeona olímpica había logrado marcar 14. 99. Desde la tribuna Ubaldo Duany todavía no está satisfecho. Ellos esperaban llegar a los 15 metros. Sin embargo esta tarde sus encarnizadas rivales, la ucraniana Saladuha (quien ese año también había hecho esa marca de 14.85), la rusa Koneva y la cubana Gay, no se ven tan fuertes como otros días. Es más, se podría pensar desde ya en que a pesar de que quedarán cuatro intentos más, esa marca podría ser suficiente para estar en el podio.
En la pista atlética la colombiana hace estiramientos y espera pacientemente que toda una vida de esfuerzos y sacrificios se cristalicen en la medalla de oro en un mundial. Llegará el día, tal vez después de los olímpicos de Rio de Janeiro, donde podrá dedicarle todo el tiempo que ahora le niega a su novio Alexander Ramos, un ex atleta con el que vive hace más de ocho años. Ya llegará el día en el que le podrá cocinar los mariscos y las pastas que ella tanto disfrutar hacer. Pero para permitirse esos placeres deberá consagrarse definitivamente, marcar historia, romper el atletismo nacional en dos. Esta tarde bien podría ser el día.
Una a una sus rivales fueron pasando y una a una fueron cayendo. En la última ronda la Saladuha se desconcentró y su salto no fue válido. Quedaba asegurada la plata. Koneva, la única que podía desplazarla de su sueño dorado. Se preparaba para su salto definitivo. La ibarguen unos pasos más atrás hacia estiramientos. Los aretes plateados que le había regalado su madre los lucía como siempre acostumbra hacer en los momentos definitivos. Se habían convertido en una cábala, en un instrumento de poder. Al otro lado, en la pista, se iniciaba la final de los 400 metros vallas masculino. Koneva tomaba impulso, justo antes de dar el primer salto se desconcentra y ni siquiera da el salto. Igual celebraba, había conseguido la medalla de plata.
En ese momento a nueve horas de diferencia horaria en el barrio obrero de Apartadó, Ayola, su abuelita lloraba de emoción porque su nieta le daba por primera vez al país una medalla de oro en unos mundiales de Atletismo. No importa la distancia que marcara, si abortaba o no el salto, la Ibarguen era la nueva campeona del mundo. Sin embargo estaba allí, de nuevo en la pista. Tratando de ganarle la batalla a la felicidad, de concentrarse para dar su último salto. Pretendía mejorar su marca, estar en los 15 metros. Tomó impulso y saltó. Miró al juez de silla y el lapidario alzaba la bandera roja. A pesar de que el salto era inválido sobre el rostro de Catherine Ibarguen se dibujaba la felicidad. Ahora si iba a poder celebrar.
Anoche en Montreal ratificó que es la mejor del mundo al obtener la medalla de oro tras saltar 15 metros y ocho centímetros, dándole a Colombia la medalla de oro número 25 de los Juegos Panamericanos. La Ibarguen celebró con tranquilidad, ella sabe que este es apenas un peaje en su principal objetivo: Ganar los juegos olímpicos de Río de Janeiro el próximo año y así poder retirarse, con todos los objetivos profesionales logrados, y convertirse, por fin, en una persona normal.