La sospecha de la soledad
Opinión

La sospecha de la soledad

Nuestros días aún imponen la condena de ser pareja

Por:
diciembre 26, 2017
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Extraños seres esos que prefieren estar solos. Escurridizos, dedican sus pensamientos a interminables conversaciones consigo mismos. No dudan en contradecirse y volver a empezar. En las noches, las luces de la ciudad hacen que sus ojos destellen un brillo rojo e inmóvil. Inquietos por cualquier ruido del compromiso o asalto de la convención, corren a esconderse en pequeñas guaridas hechas a su medida y gusto. Hablan y almuerzan solos. Se ríen solos. Parecen divertirse y congraciarse con las decisiones -la primera y la última- que determinaron sus vidas solitarias. Sospechosos de evitar a los demás en sus peticiones y exigencias. Sospechosos de no estar convencidos del otro. Curiosos, sensibles, inexplicables.

Hace poco volví a Cartas a un joven poeta, la reconocida obra de Rainer María Rilke (1875-1926). Diez epístolas que dan cuenta de la precisa y madura versión del mundo del famoso autor, quien tratando de orientar a un aspirante a poeta (y proyecto de soldado) en el mundo de la poesía, incluye una conclusión irrebatible: “en las cosas más profundas e importantes, estamos indeciblemente solos”. En cualquier caso sería un error hacer pasar a Rilke como un pesimista o un obscuro, todo lo contrario, el poeta llanamente se suma a la constelación de pensadores que por milenios han defendido la virtud de la soledad. La soledad como atributo y escuela: etapa impostergable en la vida de todos.

Aunque sería exagerado concebir la soledad como la ausencia absoluta de otros (para la mayoría es reconfortante insinuar de vez en cuando la compañía de una familia o de los viejos amigos) es natural que todos en algún momento de la vida hayan sentido la necesidad de hacerse a un lado del camino o -al menos- detenerse en algún punto; quedarse atrás de la manada (la letra menuda del contrato social) e indagar en sí mismo, recogerse hacia adentro, y no evitar -por el ruido de la compañía- las voces que conversan en nuestro interior y así poder oír la llegada -siempre tardía- de la aceptación que todos nos debemos.

No obstante, nuestros días aún imponen la condena de ser pareja. Interrogatorios repletos de juicios y suspicacias rodean a aquellos que aún no se encuentran en otro. Encerrados en cuartos de luces mortecinas se les tortura con vacíos consuelos como “Ya llegará” o detestables y apresuradas lógicas de causalidad como: “Es que no te ven, si te vieran…”. Para el resto, sin pareja estamos incompletos. Nos mancha otro pecado original: nacimos mitades. Y quienes se niegan a asumirlo, levantan todo tipo de rumores y sospechas.  Tan extendida está la sospecha de la soledad, que hasta los mismos solos, cuando se encuentran se miran de reojo, se miden y calculan. “Algo está mal, algo dejó de funcionar, mercancía defectuosa o devuelta”. Pensamientos que transitan mientras apretamos manos o besamos mejillas sin prestar mucha atención.

 

 

 La peor consecuencia de estas sospechas es que por evitarlas,
miles de solos, se obligan a dejar de serlo
y hacen promesas que no podrán cumplir

 

 

Sin duda la peor consecuencia de estas sospechas es que por evitarlas, miles de solos, se obligan a dejar de serlo y hacen promesas que no podrán cumplir, para terminar defraudando y entorpeciendo al mundo. Se afanan, se apresuran, se agotan. Exhaustos le cumplen al mundo abandonándose a ellos.

Precipitarnos en el otro (la aparente respuesta), por comodidad o cansancio, es callarnos, provocarnos un silencio que tarde o temprano gritará, arrasando verdades que se creyeron perennes mientras contemplamos -con arrepentimiento- el tiempo desperdiciado en el que estuvimos ausentes de nuestra más exclusiva competencia: nosotros mismos.

Publicada originalmente el 3 de octubre de 2017

@CamiloFidel

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