Una de las muchas lecciones de la pandemia está relacionada con la capacidad que tienen los humanos para aferrarse a la vida de cualquier forma. Tercamente se justifican en cada acción -a pesar de las impertinencias y la indisciplina- e insisten en dejar su impronta a pesar de las acusaciones que sobre ellos pesan.
Los humanos van por ahí como a quien poco le importa el “qué dirán”, transitan por la vida con desparpajo, cual jovencita bella que paraliza miradas impúberes en medio de la calle.
Ahora recogidos como una mala palabra, se tragan todo entre paredes y esperan que alguien les mienta y les diga vocingleramente que “la pandemia ha terminado” con visos de discurso oficial, en una tierra donde a los que menos se les cree es a los políticos y los dirigentes que nos endosan para gobernarnos.
________________________________________________________________________________
Esperan que alguien les mienta y les diga vocingleramente que “la pandemia ha terminado” con visos de discurso oficial, en una tierra donde a los que menos se les cree es a los políticos
________________________________________________________________________________
Mientras, mis mangos de calle florecen y crecen en Sincelejo, para alegría de mi viejo querido (el VZ) y a manera de nostalgia colgadas en sus ramas -y por primera vez en maduración-para los insaciables e impertinentes niños del vecindario, enclaustrados en sus propias angustias y los temores reales de sus padres; las Iglesias extrañan sin respuestas a sus feligreses arrepentidos por instantes; el colesterol expuesto en la calle hoy es una imagen borrosa como el aceite caliente de cuyo olor no quiero acordarme y todas aquellas cosas que la pandemia nos obligó a olvidar como se olvidan las malas horas.
Ahora hemos aprendido a leer las sonrisas en los ojos de los otros. Por culpa de los tapabocas, los barbijos, las mascarillas, los nasobucos, los cubrebocas o como se llamen en cualquier latitud. Ahora son los adminículos más populares y necesarios en el vestuario de los humanos.
La mayoría solo dejan ver los ojos -el espejo del alma dirían los románticos- y a través de ellos, esperamos encontrar esa alma perdida -por la distancia obligada- cuando nos topamos con alguien en un fugaz encuentro por la calle esquiva que nos permite visitar la disciplina o la indisciplina.
Dudamos al principio ¿será o no será? ¿es o no es? Buscamos y rastreamos en la memoria frágil del encierro y encontramos algún rastro que se nos parezca esos ojos a quien teníamos registrado en la memoria como Daniel el Poeta, Grimaldi el Pintor, Eunaldo de Cotoprix, los de un “poenarista” como William, la dulce mirada de Lina Guarnipa, la mirada de Poetas como Beatriz, Mirlena o Cata, el busiraco de los ojos de Lucho Ortiz, la diminuta mirada de Ignacio al frente de su mar en Tolú, los espejos claros de Cristo el Poeta en un balcón, la negra mirada con altura de M2, los viejos ojos del Poeta Ricardo, el mar perdido en la mirada de Del Río, el Poeta, los ojos de berenjena de Amaury el narrador y novelista y la mirada de Pacho Atencia que extraña Luz Elena.
Habrá que reponerse con un ejercicio de memoria de los ojos. Aprender a entender y a conocer las sonrisas en las miradas de quienes se han ausentado en estos tiempos.
Bastante nos costará acostumbrarnos a sonreír sin ser visto. A reconocer en la mirada una pizca de sonrisa que la acompaña, a desarrollar otro órgano extrasensorial que detecte cuando el otro o la otra esté sonriendo; si la evolución hace bien su trabajo.
Coda: “No sé por qué destino/ de hierro vino el pájaro/con las alas quemadas, /dando golpes de ciego por el aire.” (Giovanni Quessep – Esplendor. Carta imaginaria,1988).