Luz Dary González aparece tras un fogonazo.
Una exhalación de vapor que va deshaciéndose en el aire viejo del almacén deja ver sus labios pintados de rojo naranja, resplandeciendo en una penumbra que está allí desde 1946. Luz Dary balbucea cualquier frase de rigor para dar la bienvenida y ponerse a la orden. Sin dejar de mirar lo que hacen sus manos finas de bailarina soviética: planchar un sombrero.
Hace 3 años aprendió a hacerlo, cuando se enroló como vendedora de tiempo completo en la Sombrerería Bogotá, en la calle 11 con carrera 8ª, junto a otras 6 tiendas de sombreros que aún existen en el sector. Están justo al pie de la Plaza de Bolívar, como si fuesen otro de esos ministerios en los que ya pocos creen: el ministerio de la elegancia, la gobernación de la caballerosidad, la policía de la tradición.
Luz Dary es ágil; se pasea con tanta seguridad por el almacén, y por entre los recovecos de sus tareas diarias, que a veces pareciera ser la dueña. En el caminado se le nota que no se deja de la vida. Lo hace todo con aire de experta. El sombrero que saca de la plancha de vapor pareciera estar listo para que Frank Sinatra pasara a recogerlo.
Pero ella nunca menciona a Sinatra, y en cambio señala el gran retrato de Carlos Gardel que cuelga detrás del mostrador. La foto es un primer plano en blanco y negro que se roba como un imán la atención de quien pone pone un pie en su local. Es el ombligo de la tienda.
Es como si todo aconteciera arrodillado ante Gardel, su majestad, el buen mozo universal, la voz del Dios arrabalero, cuya frente se adentra bajo el ala caída del sombrero que en ésta y en todas las sombrererías del mundo, ya lleva su nombre para siempre: el ‘Gardeliano’.
Pero a la Sombrerería Bogotá ya no llegan hombres como Gardel a llevarse un ‘Gardeliano’, ni monarcas a probarse un sombrero ‘Príncipe’, ni pavas rolas a comprar Pavas inglesas, ni caballeros ilustres, respetadísimos señores, a comprar un ‘Chaplin’.
La mayoría de los que llegan son campesinos y otros hombres viejos que se sacan ellos mismos a caminar para no morirse de jubilación, y entran a la sombrerería del 8 – 14 preguntando por un ‘Barbisio gris’ o por una boina que tiene que ser negra, obligatoriamente, porque los viejos están casados hace demasiado tiempo con una sola mujer y con un solo color.
Pero el Barbisio gris cuesta $ 520.000 y la Plaza de Bolívar ya es el sur, y en el sur de Bogotá los viejos no tienen conductor, ni campanas de plata para llamar a las enfermeras, ni esa cantidad de dinero. Por eso solo se atreven a preguntar; miran el retrato de Gardel con los ojos arrugados de quien entiende que nunca volverá a verse así de joven y se van sin haber comprado un sombrero nuevo.
Luz Dary trata de recordar una historia que le contaron varias veces: la que vivió su jefe, don Ernesto Ayarza, el dueño de esa y de otras tres sombrererías en esa misma calle, cuando duró encerrado en un almacén tres días enteros por culpa de la rebotada violencia del Bogotazo.
P ero ella no pasa de los 26 años, ni sentada en una esbelta silla mientras atiende el almacén, ni parada sobre sus tacones. Y como buena representante de su generación no está muy interesada en entender qué pasó en el Bogotazo. Por eso cuenta la historia a tropezones, golpeándose fuerte contra las esquinas de su desconocimiento, e hilando la historia con frases torpes y nombres dudosos.
Ella es habitante de Bogotá, la ciudad donde todo se olvida a sí mismo. La capital del país desmemoriado.
La única memoria que Luz Dary, así como todos los bogotanos, parece tener intacta, es la memoria práctica. Esa que le sirve para vender todos los sombreros que pueda: el Barbisio – Hilton de pelo tipo Dallas, con ala de 9.5 cm a $ 473.000 en colores claros y a $ 430.000 en colores oscuros; el Imperiale tipo Rodeo; el tipo Ranger; y el de fieltro prensado Classic con ala de 6.5 cm en colores claros a $ 370.000.
Estos y tantos otros datos que le permiten llevarse el sueldo al final del mes para pagarse el semestre, ayudar con el mercado de la casa, reponer los labiales que se le van acabando o los esmaltes que se le van secando y la serenidad, que sale tan cara.
Luz Dary no guarda en su memoria a los políticos que arruinaron la ciudad, a los criminales que la han estado saqueandola por tantos años, o a los alcaldes que le han puesto patas arriba la vida una y otra vez.
Eso para qué, si de aquello no se puede vivir. En Bogotá es mejor memorizar sólo eso que paga la quincena. Cuando hay que sufrir para conseguir lo básico: las papas para la sopa, la cuota mensual de la salud, el suéter para el frío de todas las noches; la memoria pasa a ser un artículo de segunda necesidad, así como los sombreros que venden en la Sombrerería Bogotá.
No hay espacio para la reflexión, porque pensar quita tiempo para trabajar y la contemplación se evita, pues el riesgo de quedarse a mirar por mucho tiempo el caos en el que se vive, es terminar comprendiendo que se es parte de un desastre irremediable, las patas de un titánico cien pies que no sabe para dónde va.
Y así como a Luz Dary, a muy pocos les interesa pensar en la ciudad. La mayoría se limita a transitarla porque es el único camino que existe entre la casa y el trabajo. Bogotá es una ciudad vehículo. Una urbe-autopista por la que todos pasan, salen y entran, ya sin tiempo para quitarse un sombrero.
Sin embargo algunos, románticos aún, de esos valientes que no le temen a la nostalgia, se paran por un rato a mirar las atestadas vitrinas de las sombrererías de la calle 11, pasean los ojos imaginando un personaje para cada sombrero, haciendo asociaciones entre estilos y celebridades y preguntándose cómo se verían ellos mismos con algún modelo de aquellos.
“Ahorita se está imponiendo harto los sombreros para los jóvenes, el ‘Bombín’, las ‘Pavas’, y los sombreros de la época antigua. Pero más que todo los que vienen a comprar los utilizan por enfermedades, porque los tienen que usar, no como en la época antigua que era más por tradición,” asegura Luz Dary. “Ahora es por necesidad”.
“Las chicas son las más gomosas en probarse un sombrero, pero no lo compran” sigue afirmando con un esbozo de risa, como pensando en todas las veces que ella misma se ha probado a escondidas de sus jefes los tocados de mujer. Y explica que además de los viejos jubilados, vienen muchas mujeres simplemente a jugar un rato. Se los ponen, hacen caras frente a los espejos, y eso parece fascinarles: soñar con ser la flamante diva bajo el sombrero. El sueño que trasnocha a todas las mujeres, incluyendo a Bogotá.
De los 45 clientes que entran diariamente a las tiendas de sombreros de la calle 11, unos 2 salen estrenando.
Así es Bogotá, una ciudad donde todos miran y nadie compra, donde el negocio no va bien pero siempre se tiene paciencia. Bogotá es la ciudad de millones de Luz Darys que no conocen la historia, o que la olvidaron fácilmente, y que viven esperando a que comience la noche para salir corriendo a la casa, sin detenerse alguna vez en medio del trayecto; sin parar un segundo a mirar a su alrededor, para sentir la respiración de la ciudad.
*Crónica retomada del portal cerosetenta