A pesar de ser una de las regiones de Antioquia más golpeadas por el fenómeno paramilitar, poco profundas han sido las investigaciones sobre la interacción que este grupo armado tuvo en las poblaciones y alcaldías del oriente antioqueño, los esfuerzos de paz y reconciliación se han enfocado únicamente en la reparación a las víctimas y el memorial de los hechos violentos sucedidos, más no se han realizado las acciones pertinentes respecto a las múltiples responsabilidades estatales y ciudadanas de muchos de los hechos violentos aquí sucedidos.
Y es que no cabe duda, que, aunque siempre se ponga por encima de cualquier otra cosa la fortaleza de las poblaciones que sufrieron los desmanes paramilitares, detrás de todo esto se esconde un entramado perverso que permanece bajo la sombra impune de muchos individuos, que, en medio de su maldad, parecen carecer de culpabilidad, pero que sin duda alguna, tienen sus manos tan teñidas de sangre como aquellos que con machete y fusil acabaron con más de una vida.
Miles son las historias que recorren los pueblos antioqueños donde estos grupos armados hicieron presencia y donde incluso gobernaron sin resistencia alguna; alianzas entre alcaldías, limpiezas sociales pagadas, sostenimiento de los privados a los paramilitares como servicio de seguridad, cooperación Policía–AUC y una tétrica apropiación de la población para resolver de cualquier forma posible los problemas domésticos.
Así, aunque las poblaciones víctimas de estos terribles sucesos lo omitan en sus informes sobre el conflicto, hay que aceptar el hecho verídico en el que es claro que muchos individuos tomaron los grupos paramilitares como sicarios de bolsillo y que era frecuente la comunicación entre ciudadanos del común y las AUC urbanas, utilizándolas para cobrar a sus deudores, para resolver problemas maritales, para vengar, para acusar, para intimidar a quien quisieran, bastaba una buena historia y un breve pago para que las acciones se tomaran prontamente y así, el número de muertos inocentes sumara uno más a su larga lista.
Eran esas épocas, donde los toques de queda eran el pan de cada día, camionetas de vidrios negros y personajes armados vestidos de civil en los vehículos de la policía circundando las desoladas calles, donde la personalidad era brutalmente sometida, donde cada muerto era un supuesto ladrón, un supuesto violador o un “por alguna cosa lo mataron”, mientras tanto, los disfrazados de lo políticamente correcto, hipócritas de doble moral, se regocijaban de la muerte, el miedo y el control autoritario con el que se reprimían las poblaciones, especialmente jóvenes, bajo el mandato y el patrocinio de la “gente de bien”, esos adultos que crecieron bajo la ley del maltrato y que no conocían otro método para actuar que la violencia.
Así esta región, de empuje y riqueza, se convirtió en la hacienda paramilitar de Colombia, donde iban y venían sin ninguna dificultad y actuaban sin ninguna represión. Esta región, que respira entre sus montañas el dolor de las muertes olvidadas, la impunidad y la ignorancia política donde las poblaciones más afectadas van a votar masivamente por sus victimarios, sigue oculta bajo la sombra de un paramilitarismo aceptado y acogido socialmente.
Navega por el pensamiento la duda: ¿qué tan responsables somos de la guerra que hemos vivido y que posiblemente viviremos?