Una de las cosas que se ponderan en la reciente novela de León Valencia es la perfecta construcción de sus personajes en medio de una historia siempre trágica, siempre enmarcada por la violencia y la necesidad de una política de respuesta y confrontación de actores que necesitan consolidarse para la salvación, para el cierre de tantas heridas que como en una espiral se superponen unas a otras.
Colombia, una patria que no sabe recalar en el perdón porque siempre debe cobrarse localmente una deuda, pone la fe ciega en sus dirigentes y como nación apuntala las banderas de la vindicta, tantas veces personal, huérfana y adolorida. Este libro va tejiendo casi con melancolía, con la evocación de la buena literatura y los espacios de un viejo romanticismo, la saga de estirpes que han de apoyarse en su resurgir cortando de una buena vez, con ese pasado aciago de enconos y convencimientos fatuos.
No se odia entonces al líder político tan pacientemente retratado, al símbolo de una fallida reconstrucción en cuanto apeló en su designio otra vez a la violencia de la extinción, a la negación del derecho elemental de una digna supervivencia; no se recrimina la herencia de negocios fraudulentos y abierta ilegalidad de quien a su lado reclama lealtad, porque lo urgente, lo inminente es el perdón. Es una novela sobre el perdón ampliamente meditado, inevitablemente convertido en ofrenda ante la terca y repetida explicación que ofrece en sus años finales el caudillo, respecto del valor de la traición a nombre del Estado y por encima de la vida del individuo.
El principio de la lealtad a la primera amistad sincera tiene explicación en la sangre, no en una elección propia razonada o de conveniencia y es de allí de donde surge la esperanza en las realizaciones de una nueva generación. La literatura nos ofrece un panorama distinto después de que la justicia pasó de largo porque es la propia conciencia ese lugar de encuentro frente a las dilaciones del tiempo y de las circunstancias; al final se trata del pacto de dos hombres que conjugaron en su juventud sus propios miedos y los resolvieron de distinta manera. En esa historia de una nación golpeada y sometida por sus propios caudillos, se impone una íntima reflexión que busca desarmar las pasiones desde la particular contemplación de ese último reducto, la voz interior, en donde se esconden los orgullos y envanecimientos personales.
Se ha escrito un nuevo otoño del patriarca, sin tanto derrumbamiento ni cataclismo, sin la profusa barahúnda de ruina y pecado, y son las bestias las que se dispersan en tropel al final por los caminos. Importa entender la admonición y la comprobación de que la historia de los próceres de la restauración, tiene una fuerza cíclica que los envuelve y dicta certera sus designios.