Finalizaba el siglo XIX y Bogotá mostraba con imponencia en su corazón, un hermoso barrio de lujosas mansiones y abundantes cartuchos blancos que adornaban armoniosamente sus balcones. Era el barrio Santa Inés, epicentro residencial de la burguesía capitalina.
Quizás por las nefastas consecuencias de El Bogotazo, o por el ya histórico arribo de desplazados y desposeídos al centro de la ciudad, o por el desalojo del botadero de basuras El Cortijo y su consecuente desplazamiento de las actividades propias del reciclaje, o muy seguramente por estas y otras causas, para 1970 este --que otrora fue un bello lugar de arquitectura republicana-- fungía ahora como guarida de pandilleros y malandrines involucionando gradualmente, hasta convertirse ante la vista negligente y la indiferencia estatal, en la vergonzosa alma máter del microtráfico y la pauperización social: la calle del Cartucho.
Afortunadamente un gran hombre, en lo que a su estatura se refiere, desde un cómodo escritorio en el Palacio Liévano y sin mayores acciones integrales en materia de planeación social, rehabilitación y resocialización, ordenó intervenir a sangre y fuego el lugar, demoler sus casas y desalojar a sus casi 12.000 habitantes, generando una gran diáspora de jíbaros, consumidores, habitantes de calle y delincuencia común por todo el país. Esta metástasis de 38.000 millones de pesos se prolongó desde 1.998 durante 6 largos y tortuosos años hasta lograr heredar eficazmente a los capitalinos, un hermoso parque de recreación pasiva y múltiples franquicias de recreación psicoactiva -con más de 45 tipos distintos de drogas sintéticas- tales como Cinco Huecos y el Bronx.
En consecuencia hoy, a una cuadra de la Dirección de Reclutamiento del Ejército Nacional, a dos del Comando Metropolitano de Policía Nacional, a seis de la Alcaldía Mayor de Bogotá y a siete de la Sede de la Presidencia de la República, funciona sin mayores contratiempos un jugoso y productivo mercado en el que bien puede ser el más grande Centro Comercial de estupefacientes en el país: La Calle del Bronx, que con no más de 55 casas y tres cortas calles, mueve a diario más de 70 millones de pesos con el solo tráfico de bazuco, distribuye alrededor del 90% de la droga que se consume en la ciudad y alberga a más de 2.000 personas entre consumidores y habitantes de calle.
Así que cuando nuestro poco criollo y muy foráneo Bürgermeister aseguró hace poco, con esa firmeza que lo caracteriza, sobre la fuerte problemática de la calle del Bronx en Bogotá: “No puede haber una república del crimen en medio de la ciudad”, no supe a qué hizo referencia específicamente y tuve que combatir mi ignorancia leyendo un poco.
Ya que la República está definida como un sistema organizativo del Estado, con un gobierno elegido mediante voto popular y que, al igual que sus gobernados, se somete a los principios de una constitución, entonces quizás podríamos estar asistiendo a la aseveración más franca que ha hecho Peñalosa en toda su carrera política.
Nosotros como ciudadanos del común tampoco podemos permitir que exista una República del Crimen en medio de la ciudad. Recordemos que tanto El Cartucho, como El Bronx, 5 Huecos y demás madrigueras del vicio ubicadas a escasas cuadras de los centros de poder más importantes del país-- donde consumen y comparten cambuche colegialas en uniforme, profesionales, empresarios, recicladores e indigentes-- han sido producto histórico de la segregación, la marginalidad, la corrupción, la indiferencia, el arribismo, la burocracia -en su sentido más peyorativo- y los intereses egoístas de políticos, empresarios, familias e individuos de todas las naturalezas y niveles.
Entonces sí, tenemos que hacer algo para exterminar por completo esta República del Crimen conformada por nuestras actitudes indiferentes y doblemoralistas, así como por las instituciones públicas que, para sentirnos mejor, hemos legitimado pero que no responden a los intereses de todos, sino tan solo de los que pueden pagarlos con dinero. Es por esta República del Crimen que mientras la Casa de Nariño firma un contrato por 15 millones de pesos por concepto de confitería y Leda Guerrero amasa esa inmensa fortuna resultante de sus contratos para “alimentar” a los niños de Córdoba, Bolívar y Sucre, mueren miles de niños por desnutrición en La Guajira y los estudiantes de la Institución Educativa Marceliano Polo de Cereté reclaman como único alimento de la jornada medio vaso de peto y una galleta de soda.
Es esa mojigatería criminal nuestra la que dio crédito a los mediocres calificativos del Procurador Alejandro Ordóñez cuando dijo que el alcalde Petro “Se la había fumado verde” al reconocer que el problema de la drogodependencia es en esencia social y propuso -este último- para su tratamiento un centro móvil para consumo de drogas controlado por personal médico, buscando reducir el microtráfico, la propagación de enfermedades, el consumo en lugares públicos y el contacto de los consumidores con bandas criminales entre otros muchos beneficios que ofrece un programa de esta naturaleza.
Si es a esta República del Crimen a la que hace referencia el actual alcalde de nuestra ciudad, Enrique Peñalosa, estaría gustoso en dejar de lado mis radicalismos políticos y sumarme a su causa, ya sea iniciando ese censo serio que requieren los habitantes del Bronx, o haciendo seguimiento a su rehabilitación y posterior resocialización, o capacitando a los bogotanos para contribuir a su inclusión y evitar su marginalización, o capacitándolos para el trabajo, o para dictar algunos cursitos de ética y objetividad en RCN y Caracol. Así que, si es así, ¡Ordene usted, señor alcalde!