La audiencia sobre el uso del glifosato para la erradicación de los cultivos de coca dejó interrogantes. Una vez perdido su carácter técnico, el debate terminó convertido en un pulso filosófico y político entre quienes avalan el uso del herbicida y quienes lo condenan. Santos- Gaviria & Compañía contra Duque y su equipo.
Quizá al convocar la sesión los honorables magistrados dieron prelación a sus propósitos particulares, los cuales habían sido expresados por la presidenta de la Corte Constitucional, Gloria Ortiz, en una entrevista con la W radio. Según la magistrada entre esos propósitos se contaban mostrar las dificultades al tomar decisiones sobre una materia tan compleja y en segundo lugar, según sus palabras, ejercer el “constitucionalismo dialógico”.
Esta declaración dio lugar a sobresaltos. Dejó la idea de que la Corte consciente de la posibilidad de equivocarse al regular el asunto, quiso curarse en salud frente a la opinión. Lo del “constitucionalismo dialógico” sugiere que los principios fundantes del Estado pueden modificarse al vaivén de la dialéctica y de las opiniones circunstanciales.
La reunión tampoco sirvió para dar claridad. Las cifras siguen tan confusas como antes. Al final por ejemplo, nadie pudo precisar cuanto vale la aspersión de una hectárea de coca; cuanto su erradicación manual por la fuerza pública o la erradicación voluntaria. Quizá se fallo en la metodología tipo examen verbal. Habría sido mejor solicitar de manera anticipada la información en manos del gobierno para presentarla completa tras su análisis y verificación.
Con todo el ejercicio confirmó una vez más esa verdad amarga y conocida: nunca antes tuvimos tantas hectáreas sembradas de coca; nunca antes se produjeron en el territorio nacional tantas toneladas del alcaloide.
Parados en orillas opuestas Duque y Santos defendieron sus posiciones. Para el presidente la fumigación debe mantenerse por razones de costo y efectividad, además porque combinada con otros instrumentos es la única forma de recuperar rápidamente la seguridad y salir del infierno en el que nos hemos metido. Un infierno en el que concurren el crecimiento de los homicidios en las zonas cocaleras, el incremento de los asesinatos de líderes sociales, el micro tráfico desbordado en los centros urbanos, la corrupción de la justicia, el contrabando y la minería criminal.
Para Santos por su parte, la aspersión y la erradicación forzada tienen una eficacia limitada porque los campesinos resembran las plantas, práctica que alcanzaría hasta el 60 % del área involucrada. En otras palabras, la intervención punitiva de las plantaciones produce solo efectos pasajeros.
En una democracia garantista del derecho a la vida cuyos ciudadanos todos
están en pie de igualdad, deben descartarse los medios
con potencial de dañar en cualquier medida la salud humana
Con el propósito de descalificar el herbicida desde el mismo bando del expresidente se presentó un argumento ético según el cual “para matar la mata que mata el Estado no puede matar a la gente”. Sin embargo el razonamiento se obscurece al registrar que son muchas más las víctimas originadas en la persistencia de los cultivos ilícitos, el narcotráfico y el consumo de estupefacientes que las atribuibles a la aspersión.
Pero más allá de esta discusión, en una democracia garantista del derecho a la vida cuyos ciudadanos todos están en pie de igualdad, deben descartarse los medios con potencial de dañar en cualquier medida la salud humana.
Y es que las estrategias aplicadas requieren tener como protagonista y referente al ser humano. Esta consideración de humanidad pone al descubierto el error cometido al abordar el tema. La solución verdadera a los cultivos ilícitos y sus males asociados no está vinculada al tipo de herbicida utilizado. La solución está en la gente, en el campesino que debió transformarse en plantador o raspachín. Nada se hace arrasando los cultivos si no se lleva desarrollo a los territorio y la posibilidad de vivir dignamente. Este es el debate de fondo que el país tiene pendiente y el que la Corte Constitucional debería estar propiciado.
Hay que repetirlo, son las personas de los territorios quienes tienen que erradicar la hoja maldita y abstenerse de la resiembra. Pero eso es imposible si sus vidas no pueden abrirse a las oportunidades y al bienestar; si no se materializa la presencia del Estado y los servicios esenciales; si no se asegura la viabilidad de los programas de sustitución de cultivos. Un proceso que significa contar con asistencia técnica, financiamiento, mercadeo adecuado y precios remunerativos para los productos.
A pesar de los compromisos contraídos en el proceso de paz, el gobierno de Santos no dispuso los recursos necesarios para la erradicación voluntaria y la sustitución de cultivos. Duque a su turno, avasallado por el creciente mar de coca que le dejaron como herencia, podría caer en la tentación del enfoque policivo de la tierra arrasada.
No hay que equivocarse. Lo que realmente se necesita es un gran Plan Colombia Social, dirigido a las zonas rurales de tradición o potencial coquero. Afortunadamente hay señales esperanzadoras de que la comunidad internacional estaría dispuesta a apoyarlo. Eso significaría de nuestra parte ser capaces de construir una institucionalidad apropiada, que garantice la presencia eficaz del Estado y el desarrollo de los territorios. ¿Por qué no lo intentamos?