En las grandes urbes la soledad es normal. Hoy muchos optan por ella como una forma de vida.
Sin embargo, hay una soledad que puede ser riesgosa para la vida misma, es la que se siente aun conviviendo con la pareja o con la familia, o compartiendo con los amigos o compañeros... es la del alma.
Soledad que por un momento dado puede ser normal, a veces la necesitamos, pero que deja de ser así cuando así la persona, aun estando rodeada de personas —como lo mencioné anteriormente—, se siente de ese modo. Es una soledad que puede volverse crónica y configurar una depresión, y que pasa inadvertida por quienes comparten con la persona.
Después de haber narrado el suicidio de un funcionario del distrito el día de ayer y quién sabe de cuantos más que se ocultan por las autoridades, no queda duda de que la pandemia ha exacerbado esta problemática, y que las autoridades y el sistema de salud han omitido negligentemente su atención urgente, tan necesaria como la prevención del COVID-19.
Hace algunos años existió en Bogotá una fundación católica española llamada La Esperanza, que atendía primariamente vía llamada telefónica, las 24 horas, a cualquier persona que quisiera comunicarse. Las personas que atendían eran voluntarias, pero estaban formadas por expertos psicólogos y psiquiatras. Y si el problema ameritaba una atención más compleja era atendido por profesionales.
Además, se organizaban encuentros de familias y retiros espirituales que contribuían a una mejora de la persona. Yo me estaba preparando para ser voluntario, desafortunadamente parece que la fundación se extinguió por falta de apoyo económico.
Retomando, en una sociedad donde reina el confort individual y el egoísmo, y donde la máxima es producir y generar renta, estas acciones colectivas y altruistas de caridad y amor cristiano no tienen ningún apoyo gubernamental y las comunidades religiosas enfocan su trabajo en otras áreas.
Una labor como esta sería la más sublime obra filantrópica de una multinacional o un banco o entidad financiera por el bienestar de la sociedad.
Posdata. Una de las mayores enseñanzas que obtuve, y que hace parte de mi vida, es el poder de la oración. Es un poder extraordinario que cura.