No hay padecimiento más terrible que la soledad. La muerte es el supremo instante en el que estamos solos. No se muere acompañado, ni se acuerda con otros para morir.
Cada molécula y cada partícula por su cuenta, infinitamente sola, irá a vaya usted a saber dónde.
Esa muerte, como el fin de la vida, que nadie ha podido descifrar y la que tarde o temprano nos veremos abocados, de alguna forma nos consuela por ser unánime.
Pero hay una forma de muerte más terrible y cruel... Morir en vida.
No se pudren nuestras vísceras ni nuestras carnes, pero algo poco a poco carcome, desgasta, diluye y arrasa sin misericordia hasta hacernos desaparecer el alma y las ganas de vivir.
Diego debió sacar cuentas desde el momento en el que empezó a irse de a poco. Teniendo dinero y fama es difícil saber a quién realmente le importas más allá del vulgar intercambio del toma y daca en el que cada cosa tiene un precio. Él lo sabía.
Asomarse a la calle y ver los buitres colgados en las líneas y los ventanales debió ponerlo triste. Al principio, lo negó para consolarse y para darle una oportunidad a la bondad, pero no. Tenían garras y ojos inyectados, fijos en él, esperando a que diera un signo o una señal de querer morirse de verdad.
Lo imagino intentando esconderse de su propia furia, de sus desmanes, de sus desaciertos, ¿pero cómo puede uno esconderse de sí mismo?
Él sabía, que vivo o muerto, gordiflón o demente, era una deliciosa carroña y cada paso de su ballet mortal era seguido y minuciosamente escudriñado. Diego no tendría escapatoria.
En un intento de escabullirse y querer engañar a la rapiña, Diego empezó a morir esforzándose para desdibujar su figura, pero hubo un error de cálculo que creyó minúsculo y no le quiso dar importancia.
Era Maradona... y eso, eso, eso lo llevaba consigo, más allá de la desaparición de sus huesos.