A Johana, que vive en los recuerdos.
Vendió una moto, dos relojes, las pocas joyas que compró a plazos, hizo rifas y ofreció postres en el vecindario. Todo para reunir los casi seis millones del tiquete de ida y vuelta a España, aunque sabía que no habría regreso. “Acá en mi país no consigo trabajo. Me piden experiencia. ¿Cómo tenerla si nadie brinda la oportunidad?”, me dijo.
Se graduó como administradora de empresas y, con esfuerzo, cursó una especialización en gestión humana. Ilusiones. Sueños. Esperanzas. Pero todo se truncaba cada vez que llevaba una hoja de vida. “No nos llame, nosotros la llamamos”, le decían.
De tanto escuchar el mismo argumento, desistió un día. Entonces decidió viajar a España, de la cual sabía muy poco, salvo lo que le enseñaron en las clases de geografía. Hoy vive allá. Trabaja arreglando casas. No le importa lavar baños, planchar y hacer todo lo que acá no le gustaba. Se gana en euros, pocos sí, pero le permiten sobrevivir.
Cada mes envía un giro a su mamá. Allá, en la oficina, la conocen. La saludan y le dicen: “Llegó esta mañana”. Ella sabe que son, invariablemente, ciento veinte euros, es decir, medio salario mínimo en pesos colombianos. “Son una ayuda enorme”, asegura la mujer. Habita una habitación con cocineta. Para sobrevivir, se rebusca vendiendo chucherías cerca de la plaza mayor. Es así desde que abandonaron la finca, a dos horas de la ciudad.
“Recuerdo la despedida. En el aeropuerto. Alrededor, todos felices. Iban de paseo. Nosotros despedíamos a Johana. Ella no volvería y sabrá Dios cuando vuelva a Colombia”, relata la madre.
Ella no quiere volver a la chagra. ¿A qué iría?, se pregunta. Lo más demoledor sería la soledad. Ir hasta la pequeña pieza donde está todo: vestidos, fotos y unos libros que devoró en la secundaria. “La ausencia de un ser querido duele mucho”, repite con tristeza al recordar el día ya lejano en que despidió a Johana…