Este ha sido un año difícil para los docentes colombianos. En realidad todos los son, pero el 2017 les exigió el esfuerzo adicional de mantener vivo un paro que duró 37 días. Hoy esa lucha continúa en las discusiones con el gobierno en las que Fecode busca, entre otros aspectos, que se garanticen los recursos para educación en una reforma al Sistema General de Participaciones (SGP).
Agonizando el 2017, los maestros se encuentran frente a las mismas angustias de siempre. La educación, parecemos ignorarlo, es una tarea de todos. No solo de las escuelas. Sin embargo, los medios de comunicación y la sociedad en general no erigen como héroes a quienes hacen ciencia o arte, sino a los mafiosos o a los corruptos que saquean el país, a los más “vivos”. Lamentable, sí, pero es la realidad.
Mientras tanto, miles de docentes de colegios públicos pretenden formar ciudadanos honestos, responsables, estudiosos que se transformen a sí mismos y transformen su barrio, su ciudad, su país. Trabajan con las uñas con tal de enseñar tan sólo la esperanza en miles y miles de niños y jóvenes que se ven destinados por siempre a la pobreza. Por supuesto, conozco padres que hacen lo posible y lo imposible por educar a sus hijos, que son conscientes de lo que decían nuestros abuelos: “La mejor herencia es la educación”. No obstante, cada vez son menos estos padres, ya sea por irresponsabilidad o porque el día a día no les permite acompañar a sus chicos. Muchas familias deben dejarlos solos todo el día porque tienen que iniciar su jornada laboral desde la madrugada. Salen de sus casas a las 5:00 o 6:00 de la mañana y regresan pasadas las 7:00 de la noche ya cansados, sin fuerzas para preguntarles por los asuntos escolares.
Llega noviembre y muchos jóvenes se ven enfrentados a una posible pérdida de año. Ellos quieren, por supuesto, pasar al grado siguiente. Pero en una sociedad en la que se ha impuesto el facilismo el estudiante no pide que se le den nuevas oportunidades de aprendizaje, sino que el profesor se muestre “chévere” y le regale la nota mínima para aprobar. Los acudientes, en lugar de acompañar, se dedican a culpar a los maestros, quienes deben llenarse de pruebas para demostrar que si el niño o joven ha perdido no es porque se la haya “montado” al muchacho. A su vez, el Estado exige que se minimicen las pérdidas (cosa deseable) sin generar las condiciones, porque quienes dirigen la educación no tienen idea de educación. Tiene razón el alcalde de Soledad, Atlántico, Joao Herrera, cuando dice que no se deberían enviar tareas a la casa o que no se justifica que mientras un adulto comienza a trabajar a las 8:00 un niño esté en su aula a las 6:30 o 7:00 de la mañana. Pero como le pasa a los demagogos, el dirigente piensa que las cosas se cambian pintando la superficie. No se puede transformar la educación sin transformar la sociedad (y viceversa). Con jornadas laborales tan extensas, con tanta informalidad y sueldos tan bajos que destruyen la convivencia no podemos soñar con familias cohesionadas en las que se comparta tiempo libre y se prodigue amor entre sus miembros.
Dura realidad contra la que luchan muchos maestros en el día a día. Solos, entre el abandono y el menosprecio de muchos sectores de la sociedad y el Estado (y hasta de los estudiantes) intentan sembrar la esperanza en quienes transformarán el país o seguirán reproduciendo las injusticias que hoy lo hieren.