En memoria de los desaparecidos, en cualquier lugar del mundo…
De tanto estar en la sombra de la prisión, perdió la cuenta de los días que transcurrieron desde su captura en oriente medio bajo la acusación de ser parte del atentado a las torres gemelas de Nueva York, su paso por varias ciudades con grilletes que le impedían caminar, hasta llegar a Guantánamo, en un costado de Cuba.
Hablaba solo, para no perder la cordura, y un día cualquiera dejó de escribir en la pared, con pequeños puntos, cuánto tiempo llevaba en esa celda húmeda, soportando el calor caribeño.
“Voy a enloquecerme en esta soledad”, murmuraba, con la firme convicción de no darse por vencido. Hasta un lunes sombrío en el que los norteamericanos lo sacaron al patio del enorme confinamiento.
Le asignaron un cubículo. A su lado, otro prisionero. Acusados, al igual que él, de crímenes de guerra o de terrorismo, aunque no tuvieran las pruebas. ¡Y por fin pudo hablar con alguien!
Imaginaba cómo sería su fisonomía, y en esas tres semanas de diálogos fugaces, entabló lo que, en su mente era una amistad, con alguien a quien no veía, pero escuchaba.
Un viernes, como de costumbre, lo trajeron a tomar el sol. Quería contarle muchas cosas a su amigo. Pero nadie respondió al otro lado. Habló y habló por horas, sin obtener respuesta: solo un silencio agobiante. “Gringos hijueputas, lo mataron…”, murmuró con frustración.
De regreso a su celda, Mohamedou Ould Slahi, comprendió que quizá mañana, sería él quien no contestaría si alguien le hablaba en la distancia… Desaparecería para siempre, en la soledad de Guantánamo.
Fernando Alexis Jiménez