No todas las experiencias son o serán iguales. Es más, si todos los embarazos fueran el resultado del amor, la comprensión, la decisión oportuna, la madurez de una pareja y estuviesen rodeados de garantías económicas y recursos médicos la discusión del aborto podría no tener mucho sentido. No obstante, es una realidad innegable, que esta es la excepción y no la regla general. Y por esta razón, es que el debate en parte zanjado, en parte ahondado, por la reciente decisión de la Corte Constitucional, cobra un sentido y pertinencia fundamentales. En principio, se puede decir que es inconveniente fijar una consecuencia más o menos idéntica (como sucede con la descripción de los delitos) para situaciones repletas de particularidades y contextos. De otro lado, negar la susceptibilidad e interés de miles de personas (tanto mujeres como hombres) respecto a un tema tan delicado como es la interrupción del comienzo de la vida de un ser humano, sería reducir la conversación a una circunstancia vacía, ajena e insustancial. Es preferible aceptar que no existen puntos finales en cuanto al tema del aborto y comprender que lo más saludable es extender en el tiempo y la profundidad un diálogo de la mayor relevancia para nuestra sociedad. Prolongar la discusión, no detenerla.
La relevancia de la discusión radica, al menos, en dos temas cruciales para cualquier sociedad. Primero, la materialización de una concepción liberal de Estado que sospecha de autoridades que se involucran en exceso en las decisiones de sus individuos y, en segundo lugar, la consagración categórica de la autonomía y capacidad plenas de la mujer (que no debería estar en tela de juicio) para ejercer los derechos reconocidos por el ordenamiento jurídico. En otras palabras, cuando se discute y decide sobre el aborto, se está discutiendo sobre temas mucho más amplios que encarnan al porvenir que nos trazamos como colectividad.
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Las evidencias demuestran que una sociedad liberal incluye en gran medida una política de confianza en las decisiones de los individuos
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En ese sentido, vale la pena discutir cuáles son los límites de las autoridades a la hora de inmiscuirse en decisiones personales y en el ejercicio de las libertades. Y aunque esta discusión lleva siglos forjándose, las evidencias demuestran que una sociedad liberal incluye en gran medida una política de confianza en las decisiones de los individuos. Por esta razón, la famosa cláusula, que aprendí y enseñé en la clase de Introducción al Derecho: “lo que no está prohibido u obligado está permitido”. Esta concepción liberal de confianza en el individuo supera ideas anacrónicas de vasallaje o sumisión de las personas ante la autoridad y se centra en la capacidad de las personas de gobernarse a sí mismas; sin intermediarios en la gran mayoría de los casos. Quiero creer que en Colombia preferimos un escenario que consagre derechos a uno que prohiba y castigue. Muchas opiniones respecto a la decisión de la Corte, incluyendo la del presidente, se referían a la posibilidad de que la despenalización del aborto (en otras palabras, el encogimiento del Estado ante una decisión individual) acarrearía un abuso en el ejercicio del derecho autónomo. “Lo tomarán como un método anticonceptivo” decían, posición que además de desacertada en lo biológico asume -desde las desconfianza- que las autoridades deben vigilar a un conjunto de inferiores que son incapaces de tomar la mejor decisión por sí mismas.
Por supuesto, esta situación de incomprensión se agrava cuando el ejercicio de este derecho radica en cabeza de las mujeres. Históricamente sobran las evidencias y pruebas en que ellas han sido concebidas como incapaces. No hace mucho, no podían heredar o comprar una casa o votar por su candidato de preferencia en una democracia. Me temo que mucha de la efervescencia y agitación respecto al tema del aborto se centra en lo doloroso que resulta para muchos el verse obligados a reconocer que la mujer es sujeto pleno de derechos y que, como individuo capaz, puede tomar decisión soberanas e independientes: en este caso sobre su cuerpo, su vida y su proyecto mismo de existencia. No es aceptable bajo ningún supuesto que se contemple en nuestro ordenamiento jurídico una distinción de capacidades legales basada en el género de la persona. En otras palabras, una mujer -y me parece incluso absurdo tener que escribirlo- debe tener los mismos derechos que un hombre y el Estado y las autoridades deben respetar y confiar de la misma forma y en la misma extensión de las decisiones de unas y otros: en la misma proporción y con la misma frecuencia. De nuevo, es preferible como sociedad que sus individuos, mujeres y hombres, sean asumidos como adultos a que sean reducidos a menores que deben ser sujetos de vigilancia, sermones y reprimendas.
Al final, y por eso mencionaba que la discusión del aborto va mucho mas allá, todo depende del tipo de sociedad en la que prefiramos vivir. Personalmente, me decanto por una en la que la confianza sea la base fundamental de la convivencia; en donde las autoridades y el ejercicio de la fuerza tienen claras restricciones y fronteras en el ejercicio de su poder y; la cual privilegie la decisión personal y autónoma sobre la imposición generalizada y sin contexto. Como padre de una niña de un año, celebro una decisión que amplia el repertorio de derechos a su favor y que restringirá -por ahora- la persecución del Estado por el ejercicio de los mismos. Nuestro plan como padres incluye educar a nuestra hija como una persona independiente que sepa discernir y tomar las mejores decisiones para su vida y, en tanto ese proyecto, me opondré siempre, y sin excepción, a todos aquellos que pretendan restarle o limitarle su capacidad de decidir por el hecho de haber nacido mujer. Por supuesto, que mi hija tendrá que superar muchos obstáculos creados y defendidos desde la discriminación, pero ahora tendrá un ejemplo histórico de miles de mujeres que lucharon por décadas -e incansablemente- por ella y su derecho a decidir sobre su cuerpo: su primer territorio y su primera soberanía. Felicitaciones a todas ellas. La discusión seguirá.