"Todas las mujeres que conozco parecen un largo monólogo mío", replicaría mordaz en sus soliloquios, a manera de parodia, Clara Margarita Linares Vergel, entre murmullos de su tormentosa soledad, después de releer 'El transeúnte', poema insigne de Rogelio Echavarría:
"Calles llenas de mujeres como árboles batidos por oscura batahola. / Las mujeres que hallo son simples piedras que no sé por qué viven rodando, / Pero sé que luchan solas por lo que buscan todas juntas. / Son un largo gemido todas las mujeres que conozco".
Clara Margarita Linares Vergel es la desgarrada voz protagónica de Esta vida que me pesa, novela con la que debuta como escritora la docente bogotana Ana María Cano Morales, quien ha dedicado gran parte de su vida a la enseñanza con mujeres de poblaciones vulnerables y en situación de riesgo, de estratos 1 y 2, de Bogotá, particularmente de Ciudad Bolívar.
"Son un largo gemido todas las mujeres que conozco", gimotearía Clara y todas las lóbregas Claras, las blanqueadas de la vida y de futuro incierto, las desesperanzadas, las maltratadas y humilladas, las confundidas y extraviadas en su propio ostracismo, luego de recorrer las 196 páginas de esta bella y profunda novela confesional escrita con jirones del alma, "con tinta sangre del corazón" (diría don Julio Jaramillo), y con el zumo salobre de todas las lágrimas que la rabia, el pudor y la vergüenza no dejan escapar.
Esta vida que me pesa, que nos pesa, que se conjuga en todos los tiempos, que no es posible ocultar, está cruzada por las indelebles marcas de las violencias, en este país por antonomasia violento y depredador que nos tocó en suerte, promotor de esas hondas heridas que se resisten en cicatrizar, y que perduran más allá del olvido y la muerte, de generación en generación.
"Nada se parece más al infierno que un matrimonio feliz", escribe para Graciela Gabriel García Márquez en su monólogo 'Diatriba de amor contra un hombre sentado', que interpretó magistral la actriz Laura García.
Pero mientras Graciela explota rotunda ante el desgaste corrosivo y progresivo de la infelicidad de su matrimonio, Clara Margarita Linares Vergel, protagonista de Esta vida que me pesa, calla. Se silencia en la prisión que ha elegido por dependencia en su insufrible condición de esposa, madre, ama de casa, ante un marido machista, patriarcal, ejecutor de una violencia psicológica, sorda y farisea, que matiza con la comodidad y las apariencias. La escritora lo resume contundente casi al final de su novela:
"Salgo nuevamente al sillón, donde permanezco muda, silenciosa, estática. Puedo verme a mí misma. Mi alma, o mi propio espíritu me observa sin sentimientos ni curiosidad. No hay pensamientos ni emociones; estoy fuera de mi cuerpo. No puedo contenerme y las lágrimas se escapan. No es tristeza, no es rabia; es la constatación de que para él fui insignificante, invisible, inexistente. Una sombra, quizá una buena empleada doméstica".
Esta vida que nos pesa narra el drama de una mujer de clase media con una infancia rota por el maltrato y las humillaciones de su madre (doña Ligia, la llama Clara Margarita), una campesina como salida de debajo de las piedras que se ha debatido entre la orfandad, la violencia y el sufrimiento, y que magnífica la figura del hombre como el dador, protector y salvador: "Dios y hombre", como proclamaban en la antigüedad las devotas patriarcales en sus mandamientos de amor, servicio, obediencia y fidelidad a los machos que las pedían como esposas. "Y hasta que la muerte los separe".
El karma y la sentencia maternal se cumplen en la oscura vida marital de Clara Margarita Linares Vergel con José Luis Torres Bodensiek, ególatra, trabajador y de estimable posición social, padre de Nancy Rocío y María Isabel, dominante, parco y calculador, para quien su esposa solo cuenta como la ama de casa ideal, responsable de la crianza de sus hijas, compañera de cama, solo porque así lo exige el protocolo, sin derecho a opinar, menos a disentir. Clara se traga todos los sapos de su frustrante y desdichada vida conyugal, hasta que aparece un amante que le da un vuelco radical a su existencia.
Cuando advierte que está embarazada de Javier, su mancebo clandestino, Clara acude a las consejas de su mejor amiga y resuelve que la única vía es la del aborto. El amante desaparece y Clara queda más sola y desconcertada que nunca, al borde del acantilado, con una culpa que le taladra el pecho al verse en los ojos tiernos y amorosos de sus hijas.
La muerte de su marido en un accidente de tránsito y el descubrimiento en el funeral de una hija oculta de José Luis, de la que tenía conocimiento su madre, doña Ligia, la derrumba por completo al verse engañada hasta por el ser que la trajo al mundo, y la remite a acabar con su vida, pero hasta el intento de suicidio se frustra. "No sirvo ni para morir", concluye Clara Margarita, inmersa en su desolación irremediable.
Al final, la única tabla posible de salvación ante semejantes tragedias, es el acto de contrición, el ejercicio confesional entre madre e hija, el de "de sanar las heridas con la sal del llanto mutuo que se mezcla y lava la piel y el alma", cita la autora, y del perdón y la reconciliación.
Escrita en un castellano lírico que bordea los fecundos territorios de la metapoesía de Sor Juana Inés de la Cruz y a un ritmo inagotable y sin pausas de principio a fin, Esta vida que nos pesa: las marcas de las violencias (Ícono Editores) de Ana María Cano Morales está dedicado a las mujeres que en sus treinta años de docencia le confiaron las historias de sus vidas, con un impactante epígrafe de Jalil Gibrán extraído de su relato Las Sonámbulas, que reza en su primer párrafo:
"Habló la madre:
—¡Al fin te encuentro, enemiga!
Aquella que destruyó mi juventud; la que cimentó su vida sobre las ruinas de la mía. ¡No lamentaría verte muerta!".
Para Cano Morales, Esta vida que me pesa es un viaje a las profundidades de la condición humana, de su psique y sus emociones, del cuerpo y del Eros; un paneo insondable en la complejidad de ser mujer en Colombia, donde se corren a diario toda clase de riesgos y peligros, con estadísticas alarmantes de violaciones, acoso sexual y laboral, violencia intrafamiliar, y la cruenta cuota de feminicidios.
Le pregunto a la escritora de dónde esta semilla depredadora y letal que nos avergüenza, y ella responde:
"Somos las hijas y los hijos de nuestras mujeres ancestrales, ultrajadas y violadas por los aventureros hispanos que la corona española liberó para que acompañaran a Colón en la conquista de América".
"De ahí en adelante la mujer ha transitado con esa carga y esa huella imborrable, sumisa y silenciosa ante todo tipo de vejámenes; excluida, violentada, negada por mucho tiempo para la educación, el trabajo y las oportunidades reservadas para el hombre, el amo, el señor. Agregado a esto, y aunque suene increíble: esta sociedad colombiana discrimina más por pobreza que por raza".
No veía a Ana María Cano Morales de hace por lo menos dos décadas, cuando coincidimos en un restaurante de La Soledad, su barrio, en Bogotá, y ella, espontánea, cautivó a los presentes con su preciosa voz, interpretando bulerías, romances y sevillanas de la canción antigua española. Hoy celebro volverla a ver, ahora como escritora, con su poderosa obra: Esta vida que me pesa, que nos abruma y nos pesa, que nos incita a leer y releer, y que, de lo más íntimo del alma, recomiendo.