Sin lugar a dudas, la vida ha sido la principal protagonista en épocas de pandemia, tanto es así que, con tal de preservarla, la sociedad ha sacrificado muchos de sus intereses primarios y secundarios, la libertad, la salud física y mental y el mismo principio del placer; son algunos de ellos. La existencia no es la misma, así será por mucho tiempo y cuando vuelva a la “normalidad”, quedaremos con hábitos, costumbres y miedos que nunca desaparecerán.
Pero todo este extraño existir ha despertado una pregunta que pocos se atreven a hacer abiertamente, pues el estigma que existe sobre las posiciones existencialistas desplaza este tema a los secretos del pensamiento.
La vida es a la existencia lo mismo que la muerte, ambos son los dos fenómenos más naturales e inevitables. Para cualquier ser vivo nacer y morir son dos actos tan cotidianos como dormir o comer, pero para el ser humano se han convertido en hechos sublimes, inefables e inconmensurables. Y sin duda la vida es una plataforma única e irrepetible para llevar a cabo todos nuestros actos como humanos, no hay tiempos preliminares ni posteriores para desarrollar todo nuestro potencial solo tenemos esta plataforma limitada, pues se trata de un fenómeno lleno de limitaciones naturales y artificiales que hacen a la vida humana mucho más compleja.
Pero el hecho de estar cargada de todas estas características no la hace extraordinaria, desde el punto de vista natural, se le ha dado una investidura divina y sobrenatural desde la religión y las creencias que, debido a su aparente complejidad evolutiva, no se resignan a entender a la muerte como su fin simple, justo y lógico. De allí que frases y preceptos religiosos como: “la vida solo la da y la quita Dios”, “la vida es sagrada”, “la vida eterna”, “la vida es un regalo de Dios”; se incrustaron solapadamente en las leyes y moral humanas de los Estados y naciones, especialmente en tratados de la magnitud de la declaración universal de los derechos humanos.
Y sí, la vida es un derecho, el mayor y más ponderado del ser humano, pero jamás debe ser una imposición y es acá donde surge el eje de este texto. El derecho a la vida debe ser equiparable al derecho a la muerte, de hecho, el derecho a morir es más legítimo y humano que el derecho a nacer, pues ese acto no dependió de nuestra voluntad, a una persona que, bajo sus plenas facultades psicológicas, manifieste su intención de terminar con su vida o no cuidarla, no se le debería tratar como un loco, como un antisocial, como un deprimido que necesita ayuda inminente antes de cometer un acto de suicidio. Partir del principio que la vida es un hecho genial para todos los seres humanos es egoísta, inclemente y soberbio de parte de quienes han tenido todas las ventajas en su existencia frente a quienes nacieron con todas las desventajas y adversidades posibles. Para muchos seres humanos la vida es un acto de imposición fallido desde el principio y para siempre.
Pero también está la otra cara de la moneda, aquellas personas que nacieron con algunas o todas las ventajas y privilegios pero que sencillamente llegaron a un punto de su existencia en el que ya no quieren ejercer mas el derecho a vivir.
Cualquiera de estas reflexiones seria objeto de una discusión seria y racional si no fuese por la carga religiosa que cubre el derecho a la vida desde una perspectiva moral y legal, lograr liberar a un acto natural como la vida y la muerte de la carga religiosa en todas sus dimensiones, es necesario y a la vez muy difícil pues la vanidad humana es un fuerte enlace para mantener esta unión.
Vamos a aterrizar ahora esta reflexión a la crisis actual de la pandemia, si el derecho a la vida fuese susceptible de ser renunciable, seguramente estaríamos en la capacidad de manejar una situación como la que estamos viviendo de una forma mas practica y menos traumática pues la irresponsable lógica de muchos ciudadanos de “no me cuido pero si me infecto el Estado me tiene que salvar”, cambiaría por “si no me cuido el Estado asume que no me importa mi vida por lo cual no está obligado a salvarme”. Principios como este harían que los aislamientos sociales y las cuarentenas fueran completamente diferentes, muy funcionales y menos traumáticos entre otras situaciones.
De manera general, concebir la vida como un derecho fundamental y no como una imposición simplificaría muchos aspectos generales de la sociedad, empezando porque el engorroso y complejo mundo de los derechos y deberes individuales, se libraría de una dura carga en la que parlamentos, senados y organizaciones gubernamentales dejarían atrás esa bochornosa tradición de crear leyes y normas emanadas desde la lógica religiosa, especialmente la cristiana.