En días como hoy hace algún tiempo, cuando los afanes de la cotidianidad abarcaban nuestro tiempo, nadie avizoró que algo perturbara nuestra armoniosa tranquilidad consistente en levantarse, bañarse, desayunar en dos minutos, dejar los niños en la ruta, terminar de arreglarse, acelerar al trabajo por la trancadas avenidas bogotanas, presenciar reuniones, discutir frente a la aplicación o no de una norma o concepto, asesorar en asuntos encomendados, salir pensativo a casa, ayudar a hacer tareas, y finalmente tratar leer unas cuantas páginas o ver un capitulo de la serie de turno sin caer profundo, para luego escuchar el despertador y volver a empezar.
Cuando muchos creían que lo único que podría romper con la cotidianidad sería realizar un nuevo viaje, salir a bailar, a departir con los amigos, tener una tertulia, visitar la familia, ir a la finca, visitar el centro comercial, etc., anhelando tal vez tener un tiempo en casa; de la nada y sin esperarlo, aparece un virus que todo lo cambiaría.
Un simple virus, uno hasta ahora desconocido en los 200 mil años de la humanidad, que ha mutado y que seguirá mutando para quedarse por siempre, como se quedó, así sea en la memora, la peste negra o la peste española o la viruela.
Eso, que muchos estábamos anhelando, ha llegado. Un tiempo en casa. A pesar de que efectivamente continuamos con muchas de las mismas actividades, nos estamos ahorrando la pelea con los hijos para que se pongan más rápido el uniforme, para que le peguen dos mordidas más al sándwich antes de salir a correr, nos estamos ahorrando la cerrada del conductor del SITP o del buñuelo que saca por primera vez su carro, los trancones ocasionados en la mayoría de los casos por choques simples, el stres por llegar antes a las reuniones. Ese ahorro de energía muchos lo están acumulando en su cintura y otros lo estarán liberando con vídeos de ejercicio de las redes sociales.
Pero es más sencillo gastarlo en las personas que verdaderamente te acompañan, en el juego con los hijos, en la compañía de tu compañera de vida, en la dedicación a conocer sus motivaciones, sus chistes, su lenguaje; a aprender cada día a cómo debes comunicarte. En días como los anteriores, nos desenvolvíamos perfectamente en la calle, pero no era tan simple en la casa. Conocíamos de primera mano cómo dirigirnos a un cliente, un superior, un compañero de trabajo, pero tal vez olvidábamos tanta elocuencia al tratar de hacernos entender ante nuestra pareja o nuestros hijos.
Estos días de convivencia han creado nuevos lenguajes, nuevas formas de entendimiento, perfectas maneras de hacernos entender. No nos dábamos cuenta que con quien verdaderamente debemos tener la mejor dialéctica es con las personas que más amamos y que no en pocas ocasiones ni siquiera entendíamos.
Hoy después de tanto dejar de correr y correr y dedicar ese tiempo a las personas que amo, entendí mucho de lo que me querían hacer ver hace unos meses. Y no por entendimiento tardío, es por la apropiación del lenguaje de quien nos acompaña en casa. Lo que antes tal vez era muy complicado, se pone cada vez mas simple.