La septicemia de la Justicia
Opinión

La septicemia de la Justicia

La fiebre de halagos refleja la septicemia generada por corruptelas como las desovadas en las últimas semanas en la Unidad Anticorrupción de la Fiscalía y el tribunal del Meta

Por:
julio 21, 2017
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Una ola de egolatrías, cálculos malsanos, ínfulas, ambiciones, ostentaciones, insolencias y codicias se desató como consecuencia de las facultades de nominación que la Constitución de 1991 confirió a las cortes. El regalo envenenado, como lo llamó el exmagistrado Hernando Yepes Arcila, un jurista veterano que en la Constituyente de ese mismo año se opuso a esa iniciativa nefasta y desintegradora. Era de presumirse semejante descolgada en un órgano del poder donde sólo las sentencias deben ser el lenguaje de sus funcionarios.

Claro que entró en juego también otro factor sobreviniente: la mediocridad de los postulantes a causa de la infiltración de la política y el compadrazgo entre magistrados y aspirantes. La calidad intelectual y científica de los nominados pasó a segundo plano, y a muy honda profundidad cayó una tradición judicial que había sido atributo de Colombia y de los colombianos. El desfallecimiento de la calidad era evidente en las plantas del Ejecutivo y el Legislativo, y tarde o temprano caería sobre la Rama Judicial a través de la deformada colaboración armónica, que lo fue, de igual modo, para el contagio de las malas mañas y las intrigas de baja ley.

El modelo institucional de Justicia de 1991 fue bueno, sin duda. Su consolidación tomó algún tiempo por los celos de protagonismo entre las altas corporaciones, pero se logró con la aprobación de la Ley Estatutaria de la Administración de Justicia. Como no siempre la función óptima de los mecanismos legales cuadra con la conducta de los servidores públicos, el arribismo, el clientelismo y el sibaritismo arrancaron, más o menos en el año 2000, a horadar un noble servicio que el moderno constitucionalismo quiso acercar a las necesidades del ciudadano, siempre celoso de sus derechos fundamentales, con mayores garantías y protección.

Fracasaron las aspiraciones abrigadas por el Constituyente y la sociedad por causa de esos tres ismos o jinetes del apocalipsis judicial que se precipitó con obsequios en oro, cuero fino, corbatas de seda, ternos de marca, comilonas orgiásticas, vehículos alemanes y, obviamente, sentencias tasadas en pesos y moneda extranjera con tarifas fijas. Esa fiebre de halagos fue, al despuntar el siglo XXI, la manifestación más notoria de la septicemia generada por las corruptelas que alcanzaron niveles de refinamiento como los desovados en las últimas semanas en la Unidad Anticorrupción de la Fiscalía y el tribunal del Meta.

¿A qué presidente de Colombia se le ocurrió, antes de 2009, ternar a un candidato para la Corte Constitucional, sin mucho equipaje jurídico en la cabeza, con el único fin de asegurarse un voto para su referendo reeleccionista? A ninguno, porque nuestros presidentes siempre supieron, antes y después de 1991, que un juez de alto rango no puede ser un burócrata cualquiera. Pudo haber excepciones muy aisladas, pero no tan funestas como para dejar secuelas que malograran el prestigio de las cortes, ni máculas morales que avergonzaran al conjunto de la Rama o la demeritaran ante una opinión que confiaba en su misión y sus fines.

A otro presidente se le ocurrió, en 2017, erigir en gran elector de magistrados de la Corte Constitucional al rector de la Universidad Externado de Colombia, el señor Henao, pidiéndole nombres para confeccionar una terna y, precisamente, ese candidato dio pie para que en el Senado se urdiera un ardid clientelista de un partido contra otro con una intención puramente política. Al día siguiente de elegido, su voto tuvo repercusiones que enconaron la polarización entre los amigos de la paz y sus enemigos.

 

 

El futuro de la Justicia no depende de más reformas a la Carta Política,
sino del acierto con que se escoja
a los magistrados y jueces que hayan de dictar sentencias

 

 

El futuro de la Justicia no depende de más reformas a la Carta Política, sino del acierto con que se escoja a los magistrados y jueces que hayan de dictar sentencias. Ni los unos ni los otros deben tener dueños que orienten sus pasos o les exijan contraprestaciones. Deben tener sólo criterio y honradez para que sus decisiones sean justas y salgan revestidas de autoridad. En síntesis, es indispensable vincular gente con escrúpulos en la conciencia. Cuando se restablezca esa condición que honró a nuestras cortes, tribunales y juzgados, nos reencontraremos con el rigor de un poder que nunca debió corromperse y degradarse.

¡Que pronto volvamos a ver con las togas a jueces dignos de su independencia y no a lacayos orgullosos de su abyección!

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