Es una sensación de vacío, como si lo que ocupaba el espacio que contenía tu “alma" hubiera desparecido. Te enfrentas a lo desconocido, los aromas, el paisaje, la gente, la cultura y a veces, hasta el idioma. Todo es diferente. Pero tenías que hacerlo, era la única oportunidad, si querías continuar con vida. Unas veces lo haces por diferencias religiosas, otras por tus convicciones políticas, una catástrofe natural o por falencias económicas, los motivos son muchos y de diversa índole, pero solo una cosa te identifica: eres un desplazado, un desarraigado y te convertirás en refugiado o asilado.
La tragedia humanitaria es tan antigua como el hombre, quien siempre se vio obligado por las circunstancias, agarrar su matute y emprender el camino, sin rumbo cierto y allí a donde llegaba y se asentaba, iniciaba una nueva vida, no importa lo difícil que fuera, era la única posibilidad.
De África salen por miles con la esperanza de alcanzar las playas de Europa, de Centroamérica y México, arriesgan todo para cruzar la frontera al sur de Estados Unidos, de Venezuela huyen de la dictadura que los tiene padeciendo hambre y necesidades. Pero hay otras cifras, unas estadísticas que no cuentan, los que hemos dejado todo atrás y silenciosamente hemos enfrentado la soledad para alcanzar algo de esperanza. Han quedado atrás los logros académicos, laborales y económicos, solo se busca protección, forzados a salir del país para buscar refugio en otro lugar que brinda acogida. En el momento que se toma la decisión, no se tiene la posibilidad de elegir dónde es lo más conveniente, esas previsiones no se tienen en cuenta, es ahora o nunca.
Estados Unidos es uno de los países donde a los refugiados y asilados se les brinda todas las garantías para su seguridad y protección. Es sencilla y llanamente, iniciar de cero, sin importar lo complicado que sea adaptarse a su cultura, aprender el idioma y aceptar el trabajo que sea, porque por más diplomas y educación que se tenga, hay que hacer el “curso” completo, esconder las lágrimas, la frustración, respirar profundo y como dicen en Colombia: “echar pa’lante”. Somos miles los colombianos que nos hallamos desperdigados por el mundo, unos nos hemos adaptado mejor que otros, pero lo único cierto es que la gran mayoría hubiéramos preferido no haber tenido que salir.
Observando desde la distancia el drama humanitario que viven los venezolanos, compadezco a ese pueblo que una vez brindó hospitalidad a muchos compatriotas que también por diversas razones buscaron oportunidades en el país hermano. Nadie con cinco dedos de frente sale de su país para tirarse a dormir en los parques o en las veredas de las carreteras. O, en el caso de mis vecinos, una pareja de profesionales, ella psicóloga, profesora universitaria, él, ingeniero, exitoso empresario, salieron apresuradamente con dos mil dólares en el bolsillo porque sus cuentas fueron confiscadas y ahora viven al lado mío, en un apartamento que les prestó un buen amigo. ¿Querían dejar su patria? No, a ellos hay que acompañarlos, ayudarlos y brindarles todo el apoyo.
La depresión económica del 98 obligó a los argentinos a cruzar el Atlántico y hace cuarenta años fueron los chilenos huyendo de la dictadura. A propósito, acaba de irse el “exterminator”, la persona que cada cuarto jueves de mes viene a fumigar el apartamento. Le preguntó: ¿Jorge, hace cuánto vives aquí? Me responde: "Hace cuarenta años, llegamos con mis padres escapando del gobierno de Pinochet. Me casé con hondureña, mis hijos y nietos son americanos. Voy a Chile y me siento extraño, pero tampoco soy de acá".
Es la triste realidad. Cuando llegué hace dieciocho años pensé que era transitorio, mientras se calmaban las cosas, pero nunca regresé y hoy me encuentro como él, no soy de aquí, ni soy de allá, como dice la canción. Hoy es un día bello de verano y cada despertar para mí es maravilloso por la tranquilidad y seguridad que me brinda este país, aunque aquí también he llorado, he reído y he soñado. Al final, no importa a donde te lleven sus pasos, el camino lo hacemos cada uno.