Existe una estética del paro nacional. Ella no tiene que ver tanto con las expresiones artísticas que allí se manifiestan (importantes, por cierto) como con una sensibilidad de fondo que se está construyendo y que las nutre. Una sensibilidad que también alimenta el análisis político del intelectual empático, la creatividad de la pancarta que construye el joven, la arenga que anima a la multitud en la marcha, el paciente golpear de una cacerola en las manos de un niño o de un anciano; en suma, una sensibilidad que sustenta el deseo de un país mejor por parte de un ciudadano sensible, inteligente y empoderado. Llamaremos a ese modo de sentir que se construye en el paro nacional una sensibilidad de la resistencia, sensibilidad que no se interesa tanto por lo bello, sino por la vida.
Dicha sensibilidad emerge en franca oposición a un modo de sentir más bien enfermo que denominaremos la sensibilidad envenenada. Si hacemos caso a la artista y filósofa mexicana Katya Mandoki cuando dice que “la crueldad y la ordinariez no son solamente categorías morales sino estéticas: resultan de sujetos mermados, discapacitados en su sensibilidad (2006, p. 53), debemos reconocer aunque nos duela, que en buena medida nuestra sociedad es cruel y ordinaria. En efecto, han debilitado nuestra sensibilidad. Ello lo demuestra el poco o nulo rechazo de la sociedad ante las ejecuciones extrajudiciales (los mal llamados “falsos positivos”), ante el bombardeo del ejército a campamentos donde se encontraban niños y jóvenes, ante el retorno de la violencia y la zozobra a zonas que votaron Sí en el plebiscito sobre los acuerdos de paz en el 2016, ante las reformas laborales, tributarias y pensionales que empobrecen a los colombianos, ante la propagación del miedo y la xenofobia general con medidas como el toque de queda en Bogotá en el pasado mes de noviembre.
Nos han hecho crueles y ordinarios y tenemos el derecho de saber cómo lo han logrado para intentar cambiar nuestra situación. Lo que aquí decimos es que se trata de una violencia estética, una “agresión sistemática a la sensibilidad del ciudadano en la que los objetos valen cada vez más que los sujetos” (Mandoki, 2006, p. 53). Las estrategias estéticas utilizadas por los Estados para persuadir a la población y debilitar su capacidad de obrar y de pensar no son nuevas, en su momento y con distintas miradas y aparatos conceptuales, las han estudiado filósofos como Spinoza, Nietzsche, Benjamin, Foucault, Deleuze o Mandoki, pero siguen vigentes y están más cerca de lo que imaginamos. Van desde el empleo sutil de la autoridad familiar para evitar que los chicos salgan a las calles a exigir que los gobiernos cumplan su deber, hasta el abuso de la fuerza por parte de cuerpos policivos que sesgan vidas, pasando por el aprovechamiento de la imagen de deportistas, artistas o líderes religiosos para orientar la simpatía hacia el actual gobernante; pasando por los golpes a una educación que nos podría sacar de una ignorancia no sólo cognitiva, sino también ética, estética y política; pasando por la creación y aprobación de leyes que precarizan a la población y defienden al corrupto; pasando por la generación de un clima tipo “yo no paro, yo produzco”; pasando por la manipulación de los medios de comunicación y la censura a la independencia; pasando también por la distracción de la teleaudiencia con el reality show, con la deslegitimación de la protesta social, etc. Estrategias reactivas de un Estado cuya fuerza depende solamente del debilitamiento de la población, pero tan arraigadas en nuestros discursos y nuestras prácticas que no nos permiten ver lo que hacen con nuestro cuerpo: lo vuelven dócil, pasivo y homogéneo como el útil piñón de una máquina ¿Para qué?
Pero frente a lo cruel y lo ordinario es necesario comenzar a configurarnos una sensibilidad empática, noble y activa, una sensibilidad de la resistencia. No solamente por la memoria de nuestros padres y la esperanza de nuestros hijos, sino por nosotros mismos. Pues si bien no somos (ni debemos ser) ángeles, no nacimos en esta tierra sólo para mancharla de sangre, muerte y silencio. Tenemos el ejemplo de aquellos que aún viviendo en situaciones de extremo peligro no cierran ni envenenan su sensibilidad y siguen luchando por las comunidades y la construcción de paz. Son los líderes sociales, los profesores, los intelectuales lúcidos, los ciudadanos empáticos. Todos ellos perseguidos. No obstante, también nos interesa destacar los rostros anónimos que vemos en las marchas y en el cacerolazo. No el infiltrado que sabotea la protesta y vandaliza la estación de Transmilenio para dar de qué hablar a los noticieros en la noche, sí el joven de la primera línea que rudimentariamente se expone ante una armadura (¡pagada con mis impuestos!) para que la marcha avance en paz.
La sensibilidad de la resistencia compone colectivos empoderados con cuerpos singulares que no son homogéneos ni pasivos como un piñón. En medio de las ciudades e incluso en las pequeñas poblaciones se crean cuerpos compuestos: de marchantes, de artistas, de procesiones, de mujeres que se reúnen para limpiar los monumentos, de personas que barren la ciudad luego de la marcha. Todos ellos muy distintos. Sin planearlo, también se encuentran rostros conocidos: es una fiesta. Por un momento, los pequeños, diferentes y anónimos cuerpos que somos nos unimos bajo un mismo fin y conformamos un cuerpo mayor que avanza por las avenidas. Pese y ojo, gracias a nuestras diferencias. Cuerpos flexibles, al punto de compartir con el desconocido. Cuerpos fuertes, que mantienen sanos a sus integrantes, que repelen al infiltrado, que protegen del cuerpo que llega a debilitar. Pero eso no lo capta la lente de un noticiero; más bien hay que vivirlo. Claro, ¡no hay que negarlo!, también se anda por y se hace parte de este cuerpo como cuidándose del ladrón, pues no todo es ni debe ser color de rosa. Extraño: con obligación, pero sin obligaciones; tu te unes a esta altura de la marcha, yo me voy en esta, “bueno, cuídate mucho”.
¿En qué sentido es que decimos, siguiendo a Nietzsche, que “hay que defender siempre a los fuertes contra los débiles”? En este sentido: los colombianos podemos componer un cuerpo noble, fuerte, más si logramos comprender que el cultivo de una sana sensibilidad de la resistencia se hace necesario, pese y gracias a nuestras diferencias; en cambio, el Estado, tal como está configurado, es esclavo, débil, su poder está en la propagación de una sensibilidad envenenada, en la producción de lo homogéneo. Su fuerza es fruto de la violencia estética y la división que efectúa: desproteger y violentar a la población, dividir a la marcha, mandar a dormir la protesta, distraer mediante enfrentamientos (los taxistas con los conductores de Uber, los nacionales con los extranjeros), afectar estéticamente al desprevenido con cifras maquilladas y videos sentimentalistas, dilatar, etc.
Para finalizar, hay que comprender que el paro nacional no busca solamente el cumplimiento de ciertas demandas o un cambio de mentalidad, es necesario realizar (tal vez primero) un cambio de sensibilidad, pues lo que nos han legado ha sido un envenenamiento estético que ha producido sujetos que rayan con la crueldad y la ordinariez. Desde luego, hay que aprender a votar bien en el futuro, pero para ello es necesario, aunque tal vez no suficiente (para las circunstancias concretas nunca hay fórmulas mágicas) construir un nuevo modo de sentir que aprecie el valor de lo vivo. El escenario del paro nacional forja algunos elementos para una sensibilidad de la resistencia.
Referencias:
Mandoki, Katya. (2006). Estética cotidiana y Juegos de la cultura. Prosaica uno. México: FCE.