Los capturaron a mediados de mayo de 1948, un mes después del fatídico 9 de abril cuando mataran al dirigente nacional Jorge Eliécer Gaitán y se desatara en Colombia la peor y más grande época de la violencia que aún no terminamos. Fueron juzgados a cinco años de cárcel en la penitenciaría de Araracuara y de allí ambos se fugaron, Robledo Mejía nunca apareció, Escobar Montoya se fugó de Cartagena, Barrancabermeja, y la colonia de Acacías. Años después apareció en Cúcuta como el padre Jesús Naranjo Villegas. Los juzgaron por suplantar la autoridad eclesiástica, por engañar usando la palabra de Dios.
Tiempo atrás, el 7 de septiembre de 1947, había sido baleada la casa cural en un claro intento de persecución al cura, pero él continuó oficiando sus misas, hasta que días después, el 28 de septiembre del mismo año, a las 9:30 p.m., nuevamente en la casa cural explotó una bomba en un claro atentado contra la vida del sacerdote Isaías Ardila. Este, sin pensarlo dos veces, abandonó el pueblo a las 2:00 a.m., dejando atrás los problemas que se crearon por la ignorancia del pueblo que se mataba porque unos eran liberales y los otros conservadores, y porque nuestro sacerdote (como la casi totalidad de los sacerdotes en Colombia) tenía una clara tendencia conservadora, lo que enfureció a la gente liberal del pueblo a punto de atentar contra su vida.
Por el hostigamiento y el atentado que sufrió el párroco, la autoridad castigó a las gentes del pueblo de Puente Nacional en el departamento de Santander con la pena eclesiástica más grande, que era declararlo municipio “entredicho”, y a sus fieles excomulgarlos por tres años consecutivos. En adelante no habría misas, ni curas en el pueblo. En adelante los portones de la iglesia se cerraban y ningún mortal del pueblo tendría sus sacramentos como Dios mandaba. En adelante ni morir tranquilo se podría porque no habría oficios religiosos ni sepelios. En adelante Puente Nacional sería un pueblo sin Dios, pero con ley.
Un día de mercado, más exactamente el 27 de marzo de 1948, llegaron ellos. Venían de las lejanas tierras, de Gualanday en el Tolima. Arribaban en el viejo tren y su recepción ya estaba lista. Los fueron a recoger a la estación en aquel carro Ford rojo, el automóvil más nuevo, bonito y lujoso del pueblo con ellas, las señoritas más ricas y hermosas del pueblo. El parque Lelio Olarte estaba repleto, congestionado. El presidente del concejo municipal emocionado gritaba por el viejo y ronco parlante las arengas de bienvenida, invitaba al pueblo a reverenciarlos, penetraba los corazones de los feligreses que elevaban al cielo su corazón y sus plegarias como se elevaban los cohetes y voladores de pólvora y explotaban de júbilo sus emociones con cada explosión de la pólvora en el aire. Era un momento increíble, sublime, irreal, de ensoñación.
Increíble, pero eran ellos, allí estaban; jóvenes, agradables, inteligentes, santos, hermosos. El padrecito Mario Franco, con su sotana carmelita de la orden de los franciscanos y el padrecito jesuita Samuel Botero, de sotana negra, negra como los pecados de los fieles, pero limpia y reluciente como la conciencia de esos dos santos varones. Por el parlante ellos mismos con su angelical voz en su saludo preguntaron al pueblo si los querían y si estaban de acuerdo con que celebraran la Semana Santa, pregunta respondida con unánimes gritos de loas, alabanzas, con gritos de felicidad que si, que claro que sí, porque ahora sí venían todas las celebraciones de Semana Santa, porque de nuevo nuestro pueblo volvía a tener Dios y ley.
Los hospedaron en la casa cural, confesaron a hombres y mujeres mayores frente a la puerta de la iglesia que siempre permaneció cerrada. A las señoritas las confesaban después de las seis de la tarde en la casa cural. Mientras recibían los huevos, gallinas, quesos, ovejas, marranos y terneros confesaron a más de cuatro mil fieles. El martes celebraron la procesión de la soledad, el miércoles oficiaron la misa y se fueron a la vereda la capilla a bendecir una casa embrujada, lo que aumentó más la fe y credibilidad en el santo actuar de los sacerdotes. El jueves Santo fue el momento más solemne, en una gigantesca misa campal, oficiada en el parque y ellos desde el atrio de la iglesia que siempre permaneció con las puertas cerradas y fue testiga muda del sobrehumano sermón de las siete palabras en el que llamaron a la concordia y la reconciliación entre sus gentes. Las voces y palabras divinas les hicieron entender que nada, absolutamente nada justificaba la violencia, que la paz era el verdadero camino que nuestro señor Jesucristo nos mostraba y que el perdón y olvido era la mejor opción que el mundo tomara para acceder al cielo y que ellos no eran sacerdotes, que ellos eran todo corazón para Puente Nacional. Lloraron todos, era un llanto colectivo de verdadero arrepentimiento, las ocho mil personas que colmaron la plaza juraron por siempre y para siempre andar por las sendas de la paz.
Con un cristo y dos platones plásticos para recoger limosna, frente al atrio se ofició la misa del jueves, y después cada sacerdote recogió la limosna. Eran muchos los billetes de alta denominación que caían a los platones, al fin y al cabo era la manifestación de un pueblo agradecido que había vuelto a tener fe y había vuelto a tener paz. Con tristeza y profundo dolor en el alma informaron que viajarían el sábado porque se les terminaba el permiso, que no celebrarían la misa de resurrección del domingo. Al día siguiente, viernes santo después de la procesión y nueva y exitosa recogida de limosnas, hubo tristeza en el pueblo por su anunciada partida, sin embargo no dejaron de seguir llegando los presentes para tan ilustres visitantes que habían venido a traer las buenas nuevas de paz, felicidad y reconciliación en el pueblo.
Se fueron el sábado despidiéndose de todo el pueblo, se llevaron sus corazones, pero también sus gallinas, sus ovejas, sus terneros y sus altas sumas de dinero, quedando en la memoria colectiva la mejor y más grande Semana Santa que quedará registrada en los anales de su historia. Se iban del pueblo pero no talvez por acabarse el permiso, sino porque el sacerdote Francisco Martínez de la vecina población de Guavatá les venía siguiendo el rastro, había descubierto que no era cierto que ellos, el padre Franco que en realidad se llamaba José Escobar Montoya, y el padre Samuel Botero que en realidad se llamaba Óscar Álvaro Robledo, que ellos no eran sacerdotes, ni venían enviados por el padre Leonardo Restrepo, ni tenían la aprobación del arzobispo primado de Bogotá Ismael Perdomo como se lo habían dicho a la gente e inmediatamente le comunicó el engaño al obispo de Socorro y San Gil Ángel María Ocampo quien sin dudarlo y desautorizando todo lo acaecido en un acto de santa ira la llamó la Semana del Diablo.
El escándalo del engaño estalló mes y medio después, cuando los titulares de los periódicos lo dieron a conocer y aunque se sabía no se había hecho público, habían matado a Gaitán y eso era años luz más importante, con su muerte se sellaba por siempre el inicio de una nueva época de la violencia en Colombia y por supuesto se reactivaría la de nuestro pueblo Puente Nacional, de nada había servido esa quimera de los curas falsos, de nada el que todos hubiesen llorado ese jueves santo en el sermón de las siete palabras. Con la muerte de Gaitán volverían a matarse liberales contra conservadores, izquierdistas contra derechistas, comunistas contra capitalistas. Al fin y al cabo, nuestro pueblo colombiano no avanzaba porque a los corruptos dirigentes les seguía conviniendo tener sumida en la ignorancia a la gente, y decir que quienes los logren pacificar y los hagan conocer, aunque sea por unos pocos días las mieles de la paz, deberán ser juzgados por haber engañado al pueblo. Lo anterior aún sabiendo que las verdaderas semanas del diablo son las que ellos, los dirigentes corruptos, nos han hecho vivir y no la que dos curas, aunque con engaños, nos dieron con unos días de felicidad.