En la mañana del viernes 18 de abril de 2014, un montón de periodistas apuntan sus ojos, micrófonos, cámaras, flashes y voces a lo que se mueva frente al número 144 de la calle Fuego, del barrio Jardines del Pedregal en México D.F. Son respetuosos en lo que la situación permite. Lectores, curiosos, seguidores, amigos y familiares arriban a expresar condolencias, llevar flores –amarillas por supuesto– y aportar sus frases a la agenda informativa del mundo.
Los reporteros gráficos, que siguen algunos de sus pasos, se ubican como francotiradores al advertir que alguien se acerca. Una familia colombiana, que vive hace diez años en el D.F., sube por la calle. Los tres visten camiseta amarilla de la selección Colombia, quizá el vestuario indicado para homenajear a Gabo fuera del país. Todos toman sus posiciones, apuntan y disparan cientos de flashes a la vez. El esposo lleva un girasol, afirma que “Gabo es una bandera para los colombianos en el mundo” y que sólo viene a dar las gracias. Su esposa y la cuñada que los acompaña, se limitan a parpadear con rapidez para volver a recuperar la vista que los flashes les quitaron en el acto. Los destellos de las cámaras me recordaron la única vez que compartí recinto con Gabo, o bueno, eso es lo que quiero creer.
El 26 de marzo del 2007, yo estaba en la última fila del auditorio Getsemaní del Centro de Convenciones de Cartagena. Gabo era el homenajeado de la jornada en el Congreso Internacional de la Lengua Española de ese año. Sólo un puñado de estudiantes logramos colarnos para llenar los asientos que no estaban reservados para personalidades, lo que permitió que en las tomas, para televisión, el auditorio se viera a reventar. Bill Clinton, Rafael Escalona, Andrés Pastrana, César Gaviria, Fanny Mikey, Manuel Elkin Patarroyo, entre otros tantos, engalanaban la mañana. Arriba del escenario, Gabo estaba sentado junto a su gran amor: Mercedes Barcha, su amigo Carlos Fuentes, los reyes de España, Juan Carlos y Sofía, y el soberano de ese momento en Colombia: Álvaro Uribe y su esposa Lina Moreno. Los invitados daban una muestra clara de las relaciones de poder de Gabo.
Los actos protocolarios se cumplieron a cabalidad. Carlos Fuentes confesó que al recibir, en Italia, el manuscrito de Cien años de soledad, quiso felicitar a Gabo a rabiar por hacerlo partícipe de tamaña obra, pero no lo pudo encontrar. Decidió, entonces, escribirle a otro escritor latinoamericano que por esos días andaba arraigado en Francia: Julio Cortázar. Le dijo: “en algún rincón debe haber un Aureliano con su cruz de cenizas en la frente que venga a protestar contra la crónica del biznieto del coronel Gerineldo Márquez, corrija los inevitables errores y proponga una nueva lectura, radical e inédita, de los pergaminos de Melquíades. Un día, querido Julio, me hablaste de la novela como mutación. Eso es Cien años de soledad: una generación y una re-generación infinita de las figuras que nos propone el autor, mago iniciático de un exorcismo sin fin”.
Por su parte, el rey Juan Carlos, señaló la tradición oral que la novela de Gabo muestra cada vez que un lector la visita: “Cien años de soledad, en concreto, es una novela radicalmente caribeña, colombiana, y a la par, intensamente americana y declaradamente universal. Leyéndola, nos llegan ecos de los vallenatos de estas tierras, conjugados con cuentos tradicionales que, de boca en boca, de abuelos a nietos, procedían de la vieja Castilla, de Andalucía, de Canarias por los canales de la sangre familiar”. Se reiteró la relación de Cien años de soledad con el vallenato, pues la novela insigne de Gabo es una crónica vallenata de un juglar que decidió violar la intimidad de sus conversaciones y regalarle al mundo sus historias por escrito.
Gabo sostuvo, en su discurso de agradecimiento, que esas 590 cuartillas a doble espacio y escritas a máquina, no fueron enviadas al director literario de la editorial Suramericana, Francisco Porrúa, por falta de dinero. Él llegó junto con Mercedes Barcha a la oficina de correos del D.F. Pretendían enviar el texto a Buenos Aires, pero uno de los hijos ilustres del “realismo mágico”, no podía finalizar su historia sin un giro inesperado: “El empleado del correo puso el paquete en la balanza, hizo sus cálculos mentales y dijo: „Son 82 pesos‟. Mercedes contó los billetes y las monedas sueltas que le quedaban en la cartera, y se enfrentó a la realidad: „Sólo tenemos 53‟. Abrimos el paquete, lo dividimos en dos partes iguales y mandamos una a Buenos Aires, sin preguntar siquiera cómo íbamos a conseguir el dinero para mandar el resto. Sólo después caímos en la cuenta de que no habíamos mandado la primera sino la última parte. Pero antes de que consiguiéramos el dinero para mandarla, ya Paco Porrúa, nuestro hombre en la editorial Suramericana, ansioso de leer la primera mitad del libro, nos anticipó dinero para que pudiéramos enviarla. Fue así como volvimos a nacer en nuestra vida de hoy. Muchas gracias”.
El salón Getsemaní reventó de aplausos. La agrupación de Los niños vallenatos puso el toque musical mientras millones de mariposas amarillas, de papel celofán, volaban por todo el recinto. Una interpretación magistral, de voces infantiles, entonó la canción “El vallenato Nobel”, que Rafael Escalona compuso, para que la garganta de Poncho Zuleta tiñera de vallenato macondiano a Estocolmo, en ese lejano diciembre de 1982. El rostro de Gabo brillaba con cada verso. Su felicidad marcaba cada estampa fotográfica al oír:
Gabo, te mandó de Estocolmo un pocón de cosas muy lindas una mariposa amarilla y muchos pescaditos de oro
Gabo sabe lo que te agrada por eso él te manda conmigo el perfume desconocido que tiene un olor a guayaba
El rostro de dos genios ancestrales se llenó de alegría. Escalona subió y se paró detrás de Gabo, quien sentado, tomó en sus manos y contra su pecho, las manos del compositor vallenato más grande de Colombia. La imagen no se borrará, dos abuelos con sabidurías incomparables, uno en verso y el otro en prosa, sonreían ante un vallenato que cerró con un verso de antología, acompañado de un aplauso ensordecedor que todavía retumba en el Getsemaní, y que se escuchó: cuando el acordeón se calló.
Sabes que Estocolmo está lejos queda muy cerquita del Polo allá se camina en el hielo que un gitano trajo a Macondo
Gabo me ha invitado a su fiesta y esto es para mí un gran honor fui con los hermanos Zuleta pa’ que el rey oyera acordeón
Todo era alegría, pero el cordón de seguridad –repleto de guardias sacados de una película de Hollywood, liderados por Bruce Willis, con sus poco discretos intercomunicadores y que en esa ocasión custodiaban a Clinton– se vio profanado. Un estudiante armado con su cámara fotográfica burló la seguridad, saltó y cuando pensamos que se aprestaba a disparar un autorretrato digital, posando al lado del hijo más internacional de Colombia –quien lo miraba y sonreía– el joven volvió a sorprender. No se amilanó de la presión. Se acurrucó, respiró, se tomó su tiempo. Hizo de sus brazos un trípode y sólo le tomó un retrato a Gabo en el que él nunca pretendió salir. Siguió los cánones de la fotografía: acercarse lo suficiente. Eran otras épocas, las selfies no inundaban las redes, por eso aquel joven anónimo sólo buscó el mejor ángulo de Gabo. Luego se bajó de la tarima, ante un público que observó extrañado su osadía, pero que al final asintió al ver finalizado el acto.
Esa es mi historia con Gabo, o más bien mi historia sobre Gabo y una selfie que nunca se dio. Quise recordarla porque hoy una fiebre garciamarquiana invade el mundo. El glocal universo macondiano se expande como una epidemia en decenas de idiomas. Ha muerto Gabo y, para utilizar una terminología actual, sus frases, anécdotas, libros y demás se hacen tendencia banal. Por eso le imploro perdón a su familia y a su memoria, pues si Gabo hubiese escrito la centésima parte de pendejadas que hoy se le achacan, no hubiese nacido en Aracataca y sus apellidos serían Riso Coelho... o una vaina así.
En su barrio lo recuerdan como un hombre silencioso. Muy pocos afortunados se lo cruzaron, ninguno se tomó una foto con él, pero está claro que disputó una guerra sin cuartel, y sin cursilerías, con la artillería más pesada que encontró: la palabra.
Gabo no podía vivir en otra calle. Antes de que su calle, la calle Fuego, aparezca en el barrio, esa misma calle se llama Agua, pero ese nombre no iba con Gabo. Porque él, o mejor dicho, sus palabras, son ráfagas aliadas al oprimido. No refrescan, queman. El cuerpo del Vulcano de la prosa latinoamericana será cenizas, pero él, y su obra, hace mucho rato que aseguraron la inmortalidad.