Hace unos días sostenía una conversación con un amigo filósofo. En ella argumentábamos al respecto de si sería correcto usar el término exclusión o segregación social, esto para explicar el fenómeno que recae por el COVID -19 sobre la población de adultos mayores en nuestro país.
Fenómeno en lo que respecta a la salud mental de este grupo poblacional que, por orden presidencial —y faltaría más— buscaba su bienestar. Tuvieron que pasar meses y aún los siguen pasando, encerrados, marginados de sus dinámicas sociales, culturales y en muchos casos económicas.
Entre argumentos, justificaciones y la investigación posterior que conduce a esta columna, concluí dos cosas: primero, que mi amigo es un ávido lector; y segundo, que el daño que se cierne sobre nuestros adultos mayores deberá ser valorado por las autoridades más a profundidad… Bueno concluí una tercera cosa, es segregación no exclusión.
La cosa está así. Según el último censo del Dane (2017), Colombia cuenta con la no despreciable suma de 2.621.692 adultos, en edades comprendidas entre los 70 años y más de 100 años; una minoría en términos estadísticos si la comparamos con los 47.419.200 del total de colombianos al corte 2017, pero un segmento poblacional que merece todo lo que podamos hacer por ellos sin lugar a duda
Más grave aún son las proyecciones del mismo Dane para el 2070, donde este segmento de la población crecería 6 veces, llegando a los 12 millones de personas. Y es que desde el 2005, este segmento no ha hecho otra cosa que crecer y no veo como eso pueda cambiar.
Son más de dos millones y medio de colombianos que viven de sus pensiones —unos pocos—, de sus hijos o incluso más complejo, de su trabajo, pero derivado de la situación que vivimos ya no pueden producir o trabajar. Según el Informe Alternativo de la Fundación Saldarriaga Concha al Comité DESC (2017):
En Colombia, el trabajo durante la vejez es más una cuestión de necesidad que de disfrute del tiempo libre. Además de garantizar su propio bienestar, una parte considerable de las personas mayores deben contribuir a los gastos del hogar o responder por las necesidades de personas que dependen de ellas (…)
Es decir que, nuestros adultos mayores comprenden una población cuyas características: demográficas, sociales, físicas y culturales, les impide —en la estructura de nuestra sociedad moderna y occidental— ser de utilidad para los fines de crecimiento económico y desarrollo social, pero aun así tiene que producir para subsistir.
A eso súmele que nuestros adultos mayores hoy deben pasar sus días al abrigo de un televisor o un radio, contaminándose cada vez más con una propaganda que viene cargada de terror, en un país que ya de por sí da miedo. Una propaganda tan nefasta que hasta al más sano y cuerdo de los adolescentes se ve alcanzado por ella.
Lo anterior no es otra cosa que la definición que usa la Unión Europea para definir la exclusión social, quienes entienden la exclusión social como un concepto de limitación de acceso, derivado de una condición puntual, la pobreza. Sin embargo, previamente los franceses, hablan de una exclusión social vista desde una óptica más amplia, una que viene del rechazo económico, político y educativo, propiciado por la pobreza.
El cualquiera de los casos, la exclusión social supone una condición del individuo, mas no una imposición deliberada de la sociedad. Y, desafortunadamente, lo que estamos haciendo hoy con nuestros viejos es eso, una acción deliberada que atenta al final contra su estabilidad.
La segregación entonces implica una acción deliberada, una intención de actuar por parte de un grupo en contra de otro. Casos de ello son claros, la xenofobia, la santa inquisición, la política fundamentalista, la homofobia, en fin. Casos que suponen acciones deliberadas que afectan las condiciones y libertades de contra quien se profieren.
Es por lo anterior y al margen de las realidades que hoy viven nuestros adultos mayores, como las inequidades de acceso a opciones laborales formales, acciones discriminatorias de orden psicológico, físico, financiero y sexual, entre muchas otras. Ahora también deben padecer las propias derivadas el COVID-19, en adición a las que nosotros como sociedad les queremos imponer, blandiendo la bandera de su cuidado y bienestar.
Resulta entonces ambivalente pretender proteger a la población más desvalida, a partir de normas que no logran más que profundizar su situación. Normas que además de bien intencionadas, vienen revestidas de bondad. Pero señoras y señores de la política pública, de buenas intenciones no vive el hombre y menos un anciano.
En conclusión, el panorama no pinta bien para nuestros adultos mayores. Seguiremos viendo nuevos intentos por encerrarlos, intentos estos que desconocen fallos previos que deslegitiman dichas medidas. Sin embargo, el daño ya está hecho, su salud mental fue vulnerada y esa situación merece atención y acción por parte de las autoridades.
No podemos seguir alimentando una política de segregación social, disfrazada de buenas intenciones y bondad. Esa es la solución fácil, la falla es estructural y merece atención de urgencia o mejor, cuidado en UCI.