"Creo que ahora tendré que pedir permiso para morir un poco. Con permiso, ¿eh? No tardo. Gracias"...
Él la miró salir con sus piernas morenas y su falda de flores y se llevó a la boca un pedazo del corazón azucarado, rojo, delirante casi, de una sandía al final de aquella mañana en su oficina; una torrija púrpura de puntitos negros que esperaba en un platillo en su escritorio sobre un libro de Clarice Lispector que ella había puesto allí dedicado para él. Lo había traído la noche anterior a su regreso de su viaje a Bahía pero él ni siquiera lo había abierto. En la dedicatoria, hermosa y misteriosa, estaba quizá la clave de su ausencia inexplicada. "Saudade es un poco como hambre. Solo ocurre cuando se come la presencia. Pocas veces la saudade es tan profunda que la presencia es poco: se quiere absorber a la otra persona toda". Él reconoció en el texto el pensamiento de la Lispector pero no recordaba dónde lo había leído. Sin embargo, ella lo había firmado como si fuera suyo. Otra de sus típicas apropiaciones inocentes que saqueaba de canciones, poemas, periódicos, novelas y revistas para incluir con descaro en sus conversaciones, cartas y dedicatorias. Como esta.
Esperando allí esa fruta en su roja mismidad la decisión de alguien que quisiera cumplir el deseo de llevársela a la boca. Él la mordió y se acordó de ella. Algo, la sensación de un recuerdo no vivido, ¡tan deseado!, la idea prácticamente obsesiva de tenerla sin tenerla, el desconcierto, la duda del amor sí, del amor no, su sonrisa más allá de toda prevención, su inocente cercanía perturbadora, sus malditos ojos negros llenos de inteligencia y ambición, todo giró en su boca inundada de jugos vegetales y deseos provocados por el bocado aquel al borde del medio día de ese día. Mordió de nuevo y esta vez la sensación de la esponjosa delicia subió directa a su cerebro justo donde ella habita desde hace ya tantos años. Los años que él considera que ella y él, hechos el uno para el otro, han perdido.
Él la mordió y se acordó de ella.
Algo, la sensación de un recuerdo no vivido,
¡tan deseado!, la idea prácticamente obsesiva de tenerla sin tenerla
De los dos besos aquellos que ella le estampó como huyendo al despedirse en una madrugada, atropellados, pero húmedos e intensos, y que ella nunca más quiso recordar ni aludir, echándole tierra al asunto como si jamás hubiera pasado, él tiene la más angustiosa memoria porque es como si en verdad se los estuviera inventando, como si hubieran sido el producto de una triste ilusión masturbatoria. “Ella me besó esa noche, yo sé que sí, yo no estoy loco”. Esa era realmente una frase que de cuando en cuando se le escapaba, aún en los momentos más impensados. Como ahora que ella acababa de pedir permiso “para morir un poco”, como hacía siempre que se sentía acorralada y sin salida, y todo lo que hacía era entrar al baño, fumarse un cigarrito de marihuana, esperar que sus tripas se movieran un tanto y ensayar un discurso que jamás pronunciaba porque era para ella misma. Desnuda, desafiante, mirándose en los ojos del espejo.
Ella ya sabía que sobre el botiquín, en una jabonera sin uso él guardaba, casi siempre para ella, un tabaquito armado con toda alevosía, a la manera del poeta Tobón. Un “torpedo” lo llamaba él. Una pequeña obra de arte perfectamente ajustada en su envoltura. Ella llamaba a su ritual “morir un poco” porque el efecto de la yerba le producía un delicioso abandono, una perfumada sudoración, una sensación de boca seca, como la que sentía después de sus orgasmos más queridos. ¡El encanto de sus pequeñas muertes!
Cuando regresó, luego de haber tardado un largo rato, él la miró sonreído y le dijo: ah! Pero resucitaste! Ella, que ya traía esa loca risueña de la traba, casi siempre sensual y divertida, que caracterizaban sus iluminadas ebriedades, se sentó frente a él, levantó sus piernas abiertas y le dijo, entornados los ojos y muerta de la risa: “apostaría que ese rojo que tienes entre manos no tiene la delicia de este rosado mío”.
Y la mano, la fruta, la boca y la mañana quedaron en suspenso…