Con la muerte de Camila Abuabara Franco se avivaron viejos debates sobre el sistema de salud del país. Un sistema que está desfragmentado, que no tiene una íntima comunicación con el paciente y que no lo escucha más allá de su simple dolencia física para poder diagnosticar lo que realmente tiene y siente. Pero esa desconexión, y la triada EPS, médico y paciente, se ha convertido en un círculo infernal donde el que pierde siempre es el enfermo.
Hay razones de sobra para entender el por qué del círculo vicioso y pernicioso en el que el Estado, con su Ministerio de Salud y la Superintendencia Nacional de Salud, se ata las manos y solo ven a tientas las posibles soluciones, las mismas que anuncia como si fueran los grandes descubrimientos del siglo XXI.
Una de esas razones son los males y los vicios de la Ley 100 de 1993, que desintegró aún más el ya deforme sistema de salud, y todo por una razón: privatizar el derecho al servicio de salud que tienen los colombianos y entregárselo en bandeja de plata a particulares que nada tienen que ver con la responsabilidad constitucional del gobierno.
Al desprenderse el gobierno de esta obligación se crearon unas figuras que fueron peores que la enfermedad: las llamadas EPS e IPS, y se dividieron a los colombianos en lo que hoy se denomina régimen contributivo y régimen subsidiado. También, se abrió otra herida de muerte y gangrenada por la burocracia como fue el nacimiento del raquítico Sisben, y para acabar de rematar al tísico paciente lo clasificaron entre los estratos 1, 2 y 3. Los servicios que se ofrecen en el nivel uno no se ofrecen tres, y en esa disputa técnica entraron los otros malos del paseo, la industria farmacéutica, de la que hablaremos más adelante.
Esa transición y transformación del servicio de salud sigue siendo hoy un agujero negro por el que el país se desangra lento pero seguro, porque los miles de millones de pesos que se destinan para la salud han ido a parar a paraísos fiscales, en propiedades en el extranjero, en casas, carros lujosos, jugosos sueldos y primas para los directivos de las EPSs y empresas afines al sector. Para no escribir mucho, solo basta con mirar la debacle de Saludcoop que tiene al sistema de salud con arritmia cardiaca. Está propensa a un colapso ventricular porque no le llega el dinero para cubrir la red de hospitales, ya que el corazón, que era Saludcoop, no le pagó durante varios años las facturas por los servicios prestados. Mientras tanto, ellos sí muy juiciosos en su tarea administrativa recibían los giros del Estado para cubrir los pagos a todo los proveedores. Por esas cosas de la vida, a los hospitales departamentales no llegaba la ambulancia con la sirena encendida anunciando que ya estaba el dinero listo para alimentar al moribundo.
Han pasado varios años desde aquel día en el que se pudo ver la punta del iceberg, pero la desgracia en el sistema de salud parece estar maldita para siempre, y en esta encrucijada está el enfermo de carne y hueso que solo pide a gritos su derecho a la salud, a una atención digna y humana. Detrás de su dolor está la otra espina que punza la razón, la convicción, la ética y los valores propios de un galeno, y tienen que ver precisamente con la atención al paciente.
Las EPSs y las IPSs han creado un diabólico decálogo donde el médico debe ajustarse rigurosamente a estas medidas desmoralizantes que ultrajan y atropellan cualquier disertación de humanismo y respeto por el dolor ajeno. Han coartado su conocimiento, rigurosidad científica y humana convirtiéndolo en un simple prescriptor de pastas, jarabes y laxantes. Ya el hombre deja de ser un paciente para convertirse en un cliente al que se le vende lo que no necesita y quien debe comprar en un determinado lugar el producto recomendado.
Pero ahí no termina todo, ahora son los jueces de la República, por medio de las tutelas, los que dicen qué tratamientos son los que deben hacerse los pacientes enfermos. Es por esto que muchos han muerto a la espera de una operación que nunca llegó por la negligencia de las EPSs para no asumir los costos y la responsabilidad de velar por la vida de un ser humano. Para ellos lidiar con una enfermad de alto costo es sinónimo de pérdida económica, así que prefieren pagar abogados y esperar que muera el paciente, a tener que realizar el procedimiento médico. Hasta dónde ha llegado la deshumanización del hombre, y todo por el dinero.
Sumado a todo lo anterior, salta al ruedo la industria farmacéutica, otro monstruo de mil cabezas, que ha permeado el sistema de salud y corroe todo lo que toca. Una industria que genera millones de dólares en ganancias cada año, mientras la salud de los que toman sus pócimas es cada vez más álgida, como si todo funcionara al revés. Es un círculo vicioso. Metido en él, años después, ya no es una pastilla, sino tres o cuatro para otras afecciones que surgen como producto de la intoxicación del cuerpo y el deterioro de otros órganos. Nadie nos ha dicho, en realidad, que las contraindicaciones al tomar esa pastilla son tantas que es mejor no tomarla por lo dañina y perjudicial que es para el cuerpo.
En esa loca carrera por vender, las empresas farmacéuticas han convertido a los médicos en simples vendedores de sus intereses con una fuerte oposición a todo aquello que no vaya con su modelo de negocio, como los productos homeopáticos y naturistas. La razón es clara, esos productos no les generan ganancias sustanciales para cubrir sus estadísticas de crecimiento.
Y para terminar, otra causa aún más desafiante e intolerable que parece no tener control a los ojos del ministerio y de la Superintendencia Nacional de Salud, son los elevados costos de algunos medicamentos. Parecen ser la panacea porque uno no se explica cómo es posible que hoy, con la tecnología que tenemos, la humanidad esté tan enferma. Uno supondría que deberíamos estar mejor, pero la realidad es otra y los intereses del capitalismo y el consumismo son otros.