“La tristeza es un costeño en gabardina” decía Mario Jursich mientras se tomaba un ron. Sí, el frío nunca pegó bien con la rumba, achica los huesos y la valentía. La altura embota el sentido, paraliza el corazón o si no pregúntenle a Miguelito Valdés que cayó fulminado por un infarto mientras cantaba en el salón rojo del Hotel Tequendama. Sin embargo, las nieblas perpetuas parecen haberse difuminado y el panorama ha cambiado. La nevera sigue enfriando pero la riqueza de la música del Caribe ha permeado a toda la sociedad, calentándola, costeñizándola.
Antes de que Lucho Bermúdez se presentase en el Hotel Granada el 15 de julio de 1947, para los cachacos el baile era algo frío, distante y elegante. El clarinetista puso patas arriba ese concepto cuando ordenó que los pañuelos que separaban los rostros de las parejas fueran arrojados al aire. Detrás de la distancia estaba un cuerpo cálido, húmedo, entregado a la cadencia del ritmo. Ninguna tristeza, por más honda que sea, puede resistirse a un porro.
Entonces, desde México, empezaban a llegar películas como Baile mi rey protagonizada por el célebre cómico Resortes o Al son del mambo en donde todas las diferencias se zanjaban sobre una pista de baile. La gente encontró en la música del Caribe el antídoto para las buenas costumbres, el férreo elitismo y la tristeza eterna del altiplano.
Dos décadas tuvieron que esperar los rumberos capitalinos para tener un lugar que los acogiera. A finales de la década del sesenta Senén Mosquera, mítico arquero de Millonarios, abrió en la Calle 63 con carrera 10 Mozambique. El sabor de África entró tumbando la puerta. Aplastados quedaron todos esos grupos contenidos, decentes, burgueses y aburridos como Los 8 de Colombia y los Hispanos. Ya lo diría pocos años después un muchachito mechudo, cinéfilo y miope en Cali: “No se trata de A mí me tocó sufrir en esta vida, sino de Agúzate que te están velando” Richie Ray y Bobby Cruz, Tito Rodríguez y Eddie Palmieri, con su sonido satánico, cambiarían para siempre las avejentadas noches santafereñas.
De la otra orilla Hernando el Mono Tovar, ídolo del expreso rojo y rival de Senén, abrió, sin saber mucho de salsa, La Gaité, un grill que se convertiría en uno de los epicentros de la explosión salsosa en la capital. Una novedad que tuvo el local fue las presentaciones en vivo. Había una orquesta de planta dirigida por Benny Bustillo, un antiguo trompetista de Arsenio Rodríguez, que ponía a bailar a los rumberos hasta romperles el zapato viejo.
Paralelo a la euforia de los locales aparecerían a finales de la década del sesenta una generación de músicos adolescentes, provenientes de diversas partes del país pero que residían en la capital, que acabaron de apuntalar la revolución de “esa música extraña”. El pastuso Edy Martínez quien con su piano pudo grabar al lado de gigantes como Ray Barreto, Machito, Willie Colón, Tito Puente y el mismísimo Dizzy Gillespie, era uno de los nombres que uno podía disfrutar en los bares de la Bogotá setentera. Otro pianista, torturado y maldito, inspirado y endemoniado, drogo y genial terminaba de socavar la férrea moralina bogotana. Joe Madrid fue una promesa que nunca se pudo cumplir. Como Bill Evans en el jazz, José era un pianista clásico que quedó inmerso en esa expresión latinoamericanista y liberadora que es la salsa. Para la posteridad dejó un tema precioso que lo pueden escuchar en Youtube, La tristeza se llama. Escúchenlo una y otra vez.
Pero el ambiente salsero no sería nada sin los bailadores. En Bogotá hubo muchos y muy buenos. Chucho Bombombun caminaba de bar en bar sus noches sin fortuna buscando una pista para macerarla con sus elegantes zapatos en punta. Del sur a Teusaquillo, de Rumbaland al Tunjo de oro pasando por La montaña del oso, nadie le disputaba el reinado al negrito que aparecía chupando una golosina en una inolvidable propaganda de televisión. Nadie hasta que apareció el cachaco más bravo paʹ bailar salsa que rumba alguna recuerde.
Luis Carlos Cardona Montes tenía diez años cuando se presentó en El club del clan. Alfonso Lizarazo, presentador del mítico programa, al ver al pequeño bailar a Pérez Prado con la intensidad de un poseso lo bautizó con el remoquete que lo haría famoso: Mamboloco. No solo dominaba todos los pasos este bogotano sino que sus ansias por saberlo todo sobre la salsa lo llevó a ser un respetado coleccionista. Una mala racha lo llevó a tomar una serie de malas decisiones. La peor de ellas fue, a finales de la década del ochenta, aceptar llevar droga a Estados Unidos. Pasó inmigración sin ningún problema. En el aeropuerto un amigo lo esperaba. Eufóricos se fueron a celebrar y en pleno jolgorio chocaron el auto en el que iban. A Mamboloco le descubrieron el cargamento que llevaba. Lo torturaron y lo encerraron durante cinco años. Volvió en 1994 a Colombia, destruido y más desesperado de lo que se fue. Moriría al cabo de unos meses. Tenía 48 años.
Las constantes visitas de Héctor Lavoe a la ciudad, el concierto de la Fania en la cárcel modelo en 1980, la apertura del Goce Pagano, Café Libro y Keops, convirtieron a la ciudad de la tristeza en la de la furia africana. Para celebrar esta reinvención de Bogotá como epicentro salsero Mario Jursich Durán, con la ayuda de la Alcaldía de Bogotá, ha editado el libro Fuera zapato viejo en donde vienen consignadas estas y otras anécdotas sobre la música del Caribe en la gris capital. Es una pena que por un problema en la distribución el libro no se consiga tan fácilmente. Esperemos que se resuelva y sus 600 páginas pongan a bailar al cachaco más recalcitrante y godo. Un libro para celebrar la fiesta pagana de la salsa.