La súbita e inesperada explosión popular y ciudadana ante la injusta y arbitraria destitución y muerte política del Alcalde Gustavo Petro por parte del procurador Ordóñez no es un hecho nuevo ni aislado del momento social y político que vive Colombia. Al contrario, es parte de un proceso que se origina con los paros de campesinos, cafeteros, cacaoteros, mineros, paperos, arroceros, algodoneros, de la salud, transportadores, mineros, estudiantes, a manera de un levantamiento popular expresado en las movilizaciones en diferentes lugares del país y que llega a Bogotá con la experiencia acumulada para enfrentar este tipo de eventos.
El asunto Petro es apenas una chispa, un pretexto, un momento, una ocasión, “el florero” que ha detonado una fuerza que subyace hace muchos años en la conciencia colectiva de los colombianos y que ha servido para expresar el descontento y la indignación, una especie de ¡Basta Ya! de tantas ignominia y humillación, de tanta corrupción y tanta impunidad, de tantas injusticia, inequidad y desigualdad.
La actitud de Ordóñez, descontada su discutible solvencia jurídica, -puesta en duda desde que dio el aval a un referendo reeleccionista que la Corte Constitucional en sentencia histórica, 26F, declaró en diez argumentos como inexequible-, lo que ha dejado en evidencia es que, además, es un pésimo político. Talvez, mal asesorado, no calculó la coyuntura política en el caso Petro, no midió las consecuencias de su precipitada y rechazada decisión, se dejó arrastrar por sus sentimientos y pasiones personales, tuvo imprevisión al momento de firmar la sentencia, cometiendo así una falta considerada como “gravísima” por el establecimiento al desatar fuerzas capaces de socavar la misma institucionalidad. Porque el pueblo alzado y amotinado en las calles, pidiendo ¡Pan! o gritando ¡Justicia! y ¡Libertad!, mejor no hablemos. Digamos con Fouché “algo peor que un crimen: ha sido un error”. Ordóñez se ganó la desconfianza de todos, independiente del resultado final de este espinoso asunto. Es un sujeto peligroso.
El establecimiento tiene que replantear su estrategia excluyente en Bogotá de “todos ponen y nosotros ganamos”, con la cual han marginado amplios sectores de la población de los beneficios de la inversión social y de la equitativa redistribución del ingreso, favoreciendo intereses privados que han disfrutado de unos privilegios excesivos a nombre de la “libre competencia”, hasta el punto de cometer la ligereza de provocar una revolución social por defender a tres o cuatro poderosos contratistas. La Ciudad Perdida ya no será solo la antigua población indígena de la Sierra Nevada de Santa Marta. La nueva Ciudad Perdida será Bogotá para los intereses de políticos deshonestos, contratistas de la codicia y funcionarios corruptos: difícilmente podrán volver a tomar el gobierno y el control de la Bogotá que tanto queremos.
No se puede alegar la defensa del ordenamiento jurídico ante una monstruosidad administrativa. El bollo lo formó Ordóñez al excederse con su fanatismo ideológico y su falta de tacto político. Debe salir, en consecuencia. Otro fusible que se funde, como tantos en la comedia cotidiana del poder para que siga tranquila la farsa y evitar así una conflagración mayor. Y en cuanto a Petro, talvez negociar su salida con una simple destitución, sin menoscabo de iniciar las acciones judiciales para reparar su daño. La salida de ambos protagonistas sería para buscar una decisión, talvez no la más justa ni conveniente, pero sí la más salomónica: la salida de uno arrastra en su caída al otro.
La torpeza de Ordóñez entra a competir en los primeros lugares de la Estupidez Política en la historia de Colombia. Y es posible que sea el autor de la próxima consigna: “Petro Presidente”.